Por Daniela Aguilar
Lo que ocurre estos días en Guayaquil algún día será un relato con tintes de leyenda macabra: muertos en las calles, cadáveres en las salas de las casas, hospitales rebasados y toda la capital económica del Ecuador asustada por un virus cuyas consecuencias se salieron de todo control.
Cuando el presidente Lenin Moreno anunció el estado de excepción el 16 de marzo pasado, ingenuamente creímos que estábamos a tiempo para frenar un virus cuyos estragos veíamos lejanos. Para ese momento se habían confirmando 58 casos de coronavirus y se registraban las dos primeras fallecidas. Cifras distantes a las de España, que dos días antes había declarado el estado de alerta con 6.391 contagios y 186 muertes. La primera de las víctimas mortales en Ecuador era la paciente cero. Una migrante de 71 años que había retornado de España el 14 de febrero, confirmada como COVID19 positiva el 29 de febrero luchó por su vida durante dos semanas en la UCI del Hospital del Guasmo de Guayaquil. Un mes de calvario para ella y su familia, que fue estigmatizada en redes sociales por cientos de personas que compartieron sus datos personales, fotos, videos y hasta la historia clínica y radiografías. La segunda era su hermana. Falleció al día siguiente, 14 de marzo. Pensamos que estaríamos a salvo. Sin duda, fue un error compararnos con España.
Desde el anuncio Presidencial se desencadenó un tsunami de acontecimientos que cuesta procesarlos. Hoy Guayaquil, mi ciudad desde hace 14 años, es noticia mundial por la llamada crisis de cadáveres. Una situación de colapso en la gestión de los restos de personas que por decenas comenzaron a morir súbitamente en sus casas desde mediados de la semana anterior. Un síntoma más de la incapacidad de las autoridades y de un sistema de salud al que se le salió de las manos esta crisis. Para el martes 31 de marzo eran 450 los cuerpos que aguardaban a ser recogidos por el departamento de Medicina Legal de la Policía, según una lista a la que tuvo acceso diario El Universo. No todos por coronavirus pero por su sintomatología, se presume que una parte importante de ellos. En medio de la emergencia, funcionarios gubernamentales y municipales barajaron la posibilidad de abrir una fosa común, una idea que causó desazón y fue posteriormente descartada por el Presidente, quien ofreció entierros dignos y unipersonales. La gran pregunta era, ¿para cuándo?
La fosa común que no llegó a ser, aunque ya tenía ubicación y un mausoleo planificado, era una respuesta que evidencia una desoladora realidad: la de muchos que han quedado a su suerte y han encontrado la muerte en sus casas. Sus deudos no pueden llorarlos, porque todavía les queda inhumarlos para dejar atrás el olor de sus cuerpos descompuestos que ha llevado a muchos a sacarlos a las veredas de sus casas y entonces, pasar a preocuparse de si se han contraído o no el mortal virus. Y si pensaron que no podía ser peor, están aquellos que ni siquiera pueden despedir de sus seres queridos, porque inexplicablemente se perdieron sus restos. Como le pasa a la familia de cirujano pediátrico Rodolfo Vanegas, que se contagió de coronavirus en el hospital Teófilo Dávila de la ciudad de Machala y falleció el 28 de marzo. Ahora sus hijos no encuentran consuelo porque nadie les da razón de su cuerpo. Lastimosamente no es el único caso.
La mayoría de fallecidos de los últimos días no sabían si estaban contagiados de coronavirus. Muchos intentaron sin éxito conseguir que el gobierno les haga una prueba a través del número 171, la línea de emergencia local que se puso operativa el 29 de febrero con la detección del primer caso en el país y se supone prestaría auxilio a los potenciales enfermos para direccionarlos a un centro de salud. Pero ese sistema también colapsó. De hecho, pese a que Ecuador es el epicentro del virus a nivel regional con 3.163 casos confirmados hasta la mañana del jueves, apenas se han practicado 9019 pruebas. En el fronterizo Perú, se han realizado 16.518 que han arrojado 1.414 casos positivos y un poco más al sur, en Chile, ya son 40.735 pruebas que han confirmado 3.404 casos de coronavirus.
Imposible no preocuparse cuando a parte de lo que circula en redes, observas filas interminables afuera de los pocos laboratorios privados autorizados a realizar pruebas para COVID19 a razón de 80 dólares si la orden viene de un doctor de la red pública y 120 dólares si fue uno privado. Se vuelve imposible no angustiarse si recibes llamadas de amigos cercanos contando sus éxodos por hospitales en búsqueda de atención médica. O de amigos de tus familiares, que se han dado por vencidos de llamar al 171 y simplemente no saben qué hacer porque sus padres presentan insuficiencia respiratoria. Sin contar con las largas filas que se forman fuera de los supermercados y los nervios supone ir por provisiones. Todo empeora si comienzas estornudar o te duele la garganta, porque te encuentras a tu suerte y tu imaginación comienza a maquinar: qué pasa si…
Los periodistas no son inmunes y pese a que no hay un conteo oficial de los contagiados, sabemos de al menos cuatro muertes y del éxodo de algunos por conseguir que el Ministerio de Salud les haga la prueba. En cuanto a las previsiones, no hay un protocolo de protección claro aunque la mayoría de medios está proporcionando guantes y mascarillas que parecen insuficientes. Aunque sí hay un medio que está tomando más medidas, la cadena televisiva Ecuavisa, que también está dotando a sus reporteros de lentes, trajes desechables y micrófonos alargados para guardar mayor distancia con los entrevistados. Mientras que para los que somos periodistas independientes es casi imposible conseguir protección en Guayaquil. A esto se suma la frustración de participar de las “ruedas de prensa virtuales”, donde las autoridades hacen poco o nada por resolver nuestras preguntas.
En medio de la emergencia, han pasado toda suerte de cosas inimaginables. Una de ellas fue el bloqueo de la pista del aeropuerto de Guayaquil, ordenado por la Alcaldesa Cynthia Viteri el 18 de marzo pasado para impedir que aterrice un vuelo en misión humanitaria que llegaba de Madrid vacío, para repatriar a europeos varados por la suspensión de los vuelos. Es que venían once tripulantes, clamó Viteri y recalcó que era una acción para proteger la ciudad, aunque apenas dos semana antes no había hecho nada para impedir un concurrido partido de fútbol del Barcelona, el equipo más popular del país.
La acción apenas fue rebatida por la ministra de Gobierno María P. Romo en una entrevista que dio al día siguiente del incidente y en la que aprovechó para desearle a la Alcaldesa una pronta recuperación, pues había sido diagnosticada en tiempo récord como COVID19 positiva. De manera sorprendente, como si fuera un dominó, también cayeron enfermos los alcaldes de Samborondón, Daule, Milagro y Durán, que junto a Guayaquil concentran a 2.095 casos de los 3.163. Oh coincidencia, todos pertenecen al populista Partido Social Cristiano, y en todas esas localidades la pandemia se ha salido de las manos sin una presencia fuerte de los municipios. Ahora el gobierno nacional no entiende la insubordinación de otros gobiernos locales, como el turístico Baños, donde un grupo de personas -con el Alcalde a la cabeza- bloqueó la vía para impedir el acceso un piquete de policías porque supuestamente habían estado en contacto con pacientes de coronavirus.
En un contexto así no podría faltar la corrupción que en medio de la desgracia intenta meter sus garras. Pasó lo siguiente: el Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social (IESS) a través de su ya ex director general, intentó hacer una compra de insumos médicos por 10 millones de dólares, dentro de la cual, facturó mascarillas N95 en 12 dólares cada una, pese a que su precio comercial es de 1.80 dólares. La denuncia, que se hizo a través de redes sociales y fue recogida por varios medios, despertó tal indignación en todo el país, que la presión tumbó la compra. Lo que me pone a pensar que podríamos ser un país diferente si los ciudadanos vigilaran el gasto público o al menos, si hicieran eco de las denuncias periodísticas.
Lo que pasa en Guayaquil y Ecuador sí podría ser un espejo para otros países de la región que quizás, también de forma equivocada, se estaban comparando con España e Italia, donde a pesar del colapso, la gente ha tenido acceso a servicios hospitalarios. No es que en Guayaquil no hayan hospitales, de hecho hay varios privados y de la Junta de Beneficencia, y se han han construido tres grandes centros hospitalarios públicos en los últimos años. En Guayas, la provincia a la que pertenece Guayaquil, están 5.857 camas de las 23.803 que reportaba el sistema de salud nacional en las últimas estadísticas públicas con corte en 2018, y se están adaptando más. Pero no ha sido suficientes.
Mientras las muertes suben como espuma y las cifras despiertan perspicacia. Las estadísticas de muertos que daban cuenta de 34, 41, 48 y 58 fallecidos los días 26, 27, 28 y 29 de marzo respectivamente, comenzaron a sonar irrisorias para el drama que se vivía en el Puerto Principal del país. Tanto que al día siguiente, el 30 de marzo, en un intento solapado de hacer las cifras más reales, el gobierno introdujo con letra chiquita, en una esquina de su boletín situacional, la variable de “fallecidos probables por COVID19” que hasta el último corte suma 78 personas y más los 120 decesos confirmados por el virus dan el total oficial de 198. Aún así, las cifras “se quedan cortas” como reconoció el presidente Moreno esta tarde y ofreció transparentarlas por más dolorosas que sean. Es que lo peor aún no llega y solo en Guayas, el foco de contagios, las autoridades ya calculan 3.500 muertes por la pandemia.
*Este texto fue publicado en la Plataforma para el Periodismo Latinoamericano, Connectas