Por Marlon Puertas
Una vez comí sapo. Para los sensibles les sonará asqueroso, para los apasionados o seguidores de la poesía de María Fernanda Espinosa, resultará algo erótico. Pues ni lo uno ni lo otro. En un restaurante chino de mala muerte, en los suburbios de París, pedí ancas de rana por el solo hecho de que en la ciudad Luz hay que hacer cosas que no se vuelvan a repetir en ninguna otra parte del mundo. No estuvo mal, pero tampoco es un platillo por el que uno regresaría por estos barrios parisinos. Cumplidor de mis dichos, nunca más he vuelto a pedir rana. O sapo. Como prefieran llamarlo.
Traigo a colación este capítulo porque en nuestro país viene dándose desde hace algunas semanas atrás una discusión nada desdeñable y que merece ser conocida por todos los que quieran, por fuera de los círculos periodísticos en los que ha cobrado protagonismo. Se trata de la cuestión shakesperiana del Ser o No Ser. Esa es la cuestión. Nada menos. Evidentemente, se trata de una exageración de mi parte, ajustada en estas líneas para cumplir con los requisitos mínimos para que una columna escrita por un periodista del montón valga la pena leerse. Pero el dilema se dice fácil pero no se resuelve nunca. Los periodistas enfrentamos a diario la disyuntiva permanente de si queremos seguir haciendo únicamente periodismo o queremos, a hurtadillas, hacer otras cosas, provocar resultados a conveniencia, pero todo embadurnado o maquillado con los colores y matices que trae consigo el periodismo.
La cuestión planteada entre periodistas es la siguiente: ¿debemos los periodistas darle luz y seguir informando de todo hecho de corrupción, grande o chico, correísta o morenista, que llegue a nuestras manos? La respuesta parece obvia, pero no lo es. Existe un grupo importante de colegas que piensa que al haber revelado Fernando Villavicencio y Christian Zurita el caso Ina Papers que tanto ha lastimado a Lenin Moreno, se le ha hecho el más grande favor que pudo haber recibido Rafael Correa, por parte de nosotros, los periodistas, a los que tanto Correa pisoteó, ninguneó y denigró.
No falta quien diga que Rafael Correa sigue vivo políticamente, en parte, gracias a los periodistas que tanto desprecia. Existen colegas que sostienen que si algún día Correa regresa al poder, será por culpa de nosotros, por seguirle el juego, por darle oxígeno y micrófono. Y que, cuando esté de vuelta, lo primero que hará es una exterminación feroz y total, para que ninguno de quienes intentamos hacer periodismo libre, quedemos en pie. Bien merecido lo tendremos.
Una voz autorizada de la profesión nos dijo, hablando del Ser o No Ser: “Tenemos que comernos los sapos”. Es decir, tenemos que callar ciertas cosas. Las que puedan beneficiar a Correa, alimentarlo, prolongar su ya reconocida influencia política en una sociedad a la que le falta memoria. Memoria y conciencia. El colega nos planteó que resultó inoficioso haber revelado el casito de corrupción de Ina Papers, chiquito e insignificante ante el monumental atraco de USD 70.000 millones que protagonizó el correísmo y que nadie sabe hasta ahora en donde puede estar escondida tanta plata. Nos invitó a centrarnos en eso, en lo segundo, que para él era lo verdaderamente importante. No las pequeñeces. Para qué fijarnos en las langostas, en los muebles finos, en un departamentito. Los que defienden esta posición exhiben las virtudes de Lenin: tolerante a las críticas, no es un tirano ni un dictador, no quiere quedarse en el puesto más allá de los cuatro años, no le interesa cooptar las otras funciones del Estado, ni tampoco tiene entre sus metas liquidar a los medios de comunicación, hecho que Correa nunca ha disimulado siquiera.
Yo dejé constancia de mi desacuerdo. Por principio, la vara con la que se miden los hechos, debe ser la misma para todos. Nada que este es mi auspiciante y por eso lo trato con benevolencia. Nada que este fue el alcalde que transformó mi ciudad. Nada que si se cae Lenin, regresa Correa.
Los robos grandes y los robos pequeños, todos, deben salir a la luz, en la medida y con la cronología que la información llegue a las manos de los periodistas. ¿Qué nosotros debemos calcular a quién va a beneficiar o a quien va a perjudicar lo que será publicado? Lo siento, que los cálculos queden para las calculadoras. La obligación de los periodistas es publicar, informar, no guardar en un archivo encriptado datos relevantes de la administración pública, y mucho menos si existe constancia de mala administración, favoritismo y corrupción.
Después de la verdad, el diluvio. Lo que pase luego, ya se sale de nuestras manos. El Estado se compone de varias instituciones que se supone deberían funcionar adecuadamente, cumpliendo cada una con sus responsabilidades. Y los ciudadanos tienen la responsabilidad más importante: estar enterados de las cosas que pasan y tomar una decisión trascendental. No puede ser posible que, a sabiendas que desde una organización política se desfalcó el Estado, se apropiaron de dineros que son de todos, los ciudadanos sigan apoyando con sus votos a esos políticos que deberían estar siendo juzgados y cumpliendo penas por sus fechorías. No hay bono que lo justifique. No hay casa, no hay carretera, no hay hidroeléctrica que redima pecados de esta naturaleza. Los ciudadanos deben entender que con sus votos están avalando atracos y empoderando el accionar de malos políticos que creen que por el apoyo popular recibido tienen licencia para robar.
Así que cada uno tiene tarea que cumplir. La de los periodistas no es comerse los sapos, sino poner en evidencia las sapadas. Poner los reflectores encima y darles toda la luz posible, para que nadie se quede sin ver. Entonces habremos cumplido lo que nos toca. Después, sí, algún día, podremos volver a los suburbios de París y pedir de nuevo ancas de rana. Solo para comernos los sapos.