23:50
Lo primero que se me ocurre escribir, a hurtadillas, por Whatsapp, mientras escucho gritos en la parte trasera del bus fue: ‘Asalto!! Auxilio!!!’. Del otro lado no hay respuesta. La flechita de la aplicación no se puso azul nunca y entendí que no era una buena idea seguir escribiendo cuando sentí los pasos acelerados del delincuente que venía hacia nosotros.
El asalto había comenzado.
-«Quiero decirles a todos, hijos de puta, que me van a entregar todo lo que tienen. Pero primero quiero que cierren las cortinas de las ventanas. ¡Todos! ¡Ahorita!
Los gritos intentan intimidar, pero los pasajeros siguen teniendo caras de sueño. Parece que no entienden muy bien que es lo que está pasando.
Lo que pasaba es que dos hombres que, hasta el sector de Tres Postes, en el cantón Yaguachi, eran dos pasajeros comunes y corrientes, se transformaron súbitamente en dos delincuentes que decían ser capaces de cualquier cosa si alguien no acataba sus órdenes.
Ellos se subieron en la terminal de Transportes Ecuador, que queda en la Avenida de las Américas, en Guayaquil, y compraron boletos para Quito en el turno de las 22h50. La primera situación anormal fue que faltaban cuatro pasajeros al momento de partir. Eso generó un retraso de al menos quince minutos.
-«Todos me valen verga, ¿entienden lo que les digo? Al que no obedezca, me lo vuelo aquí mismo. Ahora yo mando», seguía vociferando el delincuente.
Eran dos. El otro ya estaba dentro de la cabina del chofer, armado, pretendiendo que el bus se desvíe de su camino e ingrese a una guardarraya. Nadie sabía lo que pasaba allí adentro, porque la cabina estaba cerrada.
El segundo ladrón, el que nos tocó, cortó los cables de la cámara de seguridad que supuestamente graba todo y debería servir para persuadir a quienes tengan la mínima intención de cometer una maldad. Aquí no sirvió de nada.
El bus seguía en una oscuridad absoluta. El tipo cargaba un arma, pero no se veía exactamente que era. «Comencemos. Quiero que todos entreguen sus celulares, primero. Y segundo, la plata. Pobre el que se esconde algo de plata. Ahora mismo nos metemos en una guardarraya y vamos a revisar uno a uno a todos ustedes. Al que le encuentre algo escondido, me lo bajo. Se los juro. ¡Me lo bajo!». Todo lo decía con gritos. Y la gente comenzó a ponerse nerviosa.
-¿Qué va a hacer usted?, me pregunta mi vecino de asiento.
-No sé, le respondo.
Fue el lunes 16 de marzo. La terminal de la cooperativa, como siempre, lucía con buena cantidad de viajeros, la mayoría. Gente que va a la Capital por cuestiones de trabajo. Pero en ese bus del disco 39 también iban chicas adolescentes y algunas personas de la tercera edad.
-«¡El anillo! – me ordena el asaltante
-No me sale fácil, le respondo.
-¡El anillo, jueputa!!», y me pone un cuchillo en la cara.
Son momentos claves de la vida, supongo. En los que uno se siente como en el estrecho filo de una terraza, viendo para abajo y estremeciéndose con la posibilidad de caer al vacío. Sabiendo que un paso en falso puede marcar la diferencia entre la vida o la muerte.
El anillo y mi celular van a dar a su mochila, que ya tenía unos diez teléfonos y unas billeteras.
-«Nos viene siguiendo un carro con cuatro hombres más, que son nuestro apoyo. No hagan nada tonto», fue la última advertencia del individuo.
En ese momento, comenzó la acción. El bus comenzó a bambolearse como uno de esos viejos juegos mecánicos del Play Land Park. De un lado a otro. Y el chofer comenzó a dar pitazos largos, escandalosos. También hacía juegos de luces. Venía a gran velocidad. Quería obviamente, llamar la atención de algún compañero de ruta. Era lo único que podíamos saber de lo que pasaba dentro de la cabina.
-Carajo, si no morimos en el asalto, morimos en el choque, dice el hombre que viene sentado al lado mío, mientras nos movíamos al ritmo que le daba el chofer.
-No ha de ser. Póngale fe, le digo yo.
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Habrá pasado diez minutos, calculo. Y las cosas no iban bien. El asaltante intentó entrar a la cabina, pero estaba cerrada. Comenzó a caerle a patadas, para intentar tumbarla. Pero nada. Luego intentó romper las ventanas, a golpe de puño. Nada. Estaba prácticamente encerrado. No sabía que el material del que estaban hechas esas ventanas era casi indestructible.
Yo venia en el asiento ocho, adelante. Por eso, en su desesperado intento por abrir una salida, el malhechor lanzó su mochila y cayó encima mío. Lo primero que busqué fue mi anillo.
-¿Qué hace?, me pregunta mi vecino al oído, mientras mirábamos a un tipo enfurecido queriendo romper todo lo que tenía por delante.
-Recuperando lo mío, le digo.
El hombre, a estas alturas, ya estaba preocupado. Golpeaba la puerta de la cabina para que su compinche le abra, pero no tenía ninguna respuesta. Se sintió solo. Desesperado.
-A mí no me hacen esto, jueputas. Ya verán, gritaba con menos fuerza que antes.
De pronto, observa la claraboya que hay en la parte posterior del bus. Le da un par de golpes y la abre. Por ahí sería su salida.
Lo siguiente fue rápido, cuestión de segundos. El hombre se trepa con habilidad y empezó a salir, pero cuando la mitad de su cuerpo estaba todavía dentro, de atrás oigo un grito con autoridad:
-¡Cójanlo a ese maldito!
Y se le abalanzan dos, agarrándolo de las piernas. Lo halaron con violencia y lo devolvieron al bus. La caída del delincuente fue aparatosa. Ya estaba en el piso del bus.
No hubo parte del cuerpo del hombre que no haya recibido una patada. En el estómago, en sus partes bajas, en la cabeza. Todos los hombres del bus querían saldar cuentas con el atacante que les interrumpió el sueño. Uno de ellos agarró su cuchillo y se lo puso en la yugular.
-Te voy a matar, maldito ladrón
Hubo voces que lo apoyaron.
-Sí, mátalo, que a esta gente hay que eliminarla.
En este punto, el semblante del ladrón había cambiado por completo. Era como en esas películas de terror, en las que la chica poseída por el demonio ya había sido exorcizada. Y de una cara que mete miedo se pasa a una que provoca compasión.
-No me maten, tengo hijos, decía ya llorando.
Nadie más tocó a ese hombre que minutos antes había infundido el pánico. Lo sensato prevaleció y el acuerdo fue esperar a la Policía. El bus ya se había detenido pero nadie salía de la cabina. No sabíamos lo que había pasado adentro.
-Lo que pasó, narró luego el ayudante del chofer a quien le salía sangre de la cabeza, fue que comenzamos a forcejear. El delincuente quería que nos metamos a una guardarraya pero no íbamos a darle gusto. Resistimos. Y por eso me partió la cabeza.
Las versiones comenzaron a tornarse confusas. ¿Qué ocurrió con el delincuente que venía en la cabina?, le pregunto al ayudante. -Se botó con el carro en marcha. Se botó por la ventana. El chofer, al contrario que su compañero, no decía nada. Era completamente mudo.
La policía llegó en pocos minutos y lo demás fue el procedimiento de rigor. La denuncia la tenía que presentar alguien de la cooperativa y así lo hicieron.
Una semana después, las investigaciones llevaron a los agentes a interrogar al personal que trabaja en la terminal de Guayaquil.
-Hubo cosas raras en ese asalto, me cuenta el guardia encargado de revisar a los hombres antes de abordar el bus, para que no lleven armas. -Desde el momento que salió la unidad, faltaron cuatro pasajeros que ya habían comprado sus pasajes. Además, tuvieron suerte porque en la lista de pasajeros la policía encontró el nombre de uno de los más buscados de Los Ríos, pero que parece que no participó en el asalto. Es uno de los más buscados por asesinato.
-Sí que suerte, digo yo, que recuperé mi anillo.
La suerte que no tuvieron los pasajeros de un bus de la cooperativa Ecuatoriano Pullman, que salió de Guayaquil con rumbo a Machala y que fue asaltado por seis sujetos que se levantaron de sus asientos y desvalijaron a todos. Ocurrió 11 días después del frustrado asalto a Transportes Ecuador.