Jacinta Santillán pensó por un momento que, a sus 56 años, el destino había decidido enseñarle la otra cara de la moneda. Justo a ella, que se gana la vida rogando por centavos y que, al final del día, los cuenta para comprobar el grado de compasión que tuvo la gente durante su larga jornada.
Para ser exactos, no lo pensó por un momento. La idea de dar un vuelco total a su vida la invadió con un entusiasmo más parecido a la inocencia, durante ocho días. Ocho días que se fueron rápido. Que se acabaron y, junto con ellos, la esperanza de Jacinta de encontrar algo mejor.
Fue en febrero. Lo que nunca había pensado ocurrió: viajó hasta Holanda para encontrarse con su hija que le fue arrebatada de un hospital -dice ella- hace 36 años y terminó siendo adoptada por una pareja de extranjeros. Se llama Cristina y, tal como fue bautizada en Guayaquil, sigue siendo su nombre en los Países Bajos. Un encuentro que era imposible hasta hace un par de años, pero que la comenzó a atormentar desde que vio una publicación en el diario Extra, en la que una joven holandesa hablaba de su deseo de encontrar a su madre biológica en Ecuador.
La reconoció de inmediato. Porque su cara era ella misma cuando tenía 36 años. Jacinta no sabía que hacer, pero en Holanda los productores de un programa de televisión -reality show- entendieron rápido que aquí habían los elementos necesarios para armar un programa con buen rating.
Los holandeses llegaron a Guayaquil, fueron hasta la isla Trinitaria, en donde vive Jacinta, y se fueron con un material completo de su situación vulnerable. Ella está enferma, sufrió un derrame el año pasado y de su pierna brota un exceso de carne que es producto de una infección causada por una puñalada, cierto día que le robaron. Sus papeles están en el hospital Luis Vernaza y operarla costaría 3000 dólares.
Y es infeliz, muy infeliz. No tiene reparos en decirlo. Infeliz porque su marido metió en su casa a la amante y ahora los dos la quieren botar a la calle. La insultan, la amenazan a diario. El hostigamiento es constante para buscar que se rinda, pero ella resiste, dice que no se quiere ir porque allí están sus nietos, lo que más quiere, y si se va, quién los va a cuidar.
Por los niños pide limosna, para que coman. Los $5, $6 o $10 en caso extremo de generosidad, sirven para eso. Porque sus dos hijas son más pobres que ella, aunque cueste creer que en asuntos de carencias, no exista un piso que ponga freno a tanta injusticia.
De ahí que su tercera hija, la primera en realidad, Cristina, se convirtió en una esperanza. Por eso Jacinta se puso feliz cuando le propusieron viajar a Europa para uno de los clásicos reencuentros de televisión. Todo estuvo bonito, desde el largo vuelo en la cómoda aerolínea holandesa hasta el aeropuerto y la misma Amsterdam, que enamora hasta los que nunca habían oído hablar de ella.
Todo fue espontáneo. No hubo preparativos, nada que arruine la emoción del primer momento. Cristina no sabía que mientras veía el reportaje de su madre, hecho en Guayaquil, tras bastidores Jacinta ya estaba lista para entrar. Y delante de tantas cámaras, mucho público presente y una audiencia cautivada con la historia, se dio el reencuentro entre madre e hija que nunca se entendieron solas, porque Cristina solo hablaba inglés. Jacinta entró al set empujada en una silla de ruedas, se paró y el abrazo con su hija fue largo. Como largos fueron los aplausos y las palabras emocionadas de los conductores del programa.
Cuando se apagaron las luces, vinieron los ocho días en casa de su hija y conoció otra realidad: su hija le dijo que también era pobre. Que no podría ayudarla como quisiera y que tampoco podría estar con ella mucho tiempo. Le dio 40 euros y una amarga despedida.
Ahora Jacinta está en la misma esquina donde desde hace siete años pide caridad, Chimborazo y El Oro, sur de Guayaquil. Cuenta que llama por teléfono a Cristina y no le contesta. Quiere contarle lo mal que se siente en Guayaquil, que su vida es un martirio, que quisiera volver a verla. Pero cuando va a las cabinas y marca su número, solo se escuchan largos timbres. Jacinta cree que le pudo haber pasado algo malo.