«Me lo tienen como a un perro botado». Es la expresión de dolor de una madre de 86 años, que en su sencillez, no encuentra otras palabras para describir la mortificación que la invade al no tener noticias desde hace más de un mes del menor de sus hijos y probable víctima del coronavirus. Su cuerpo estaría entre los 131 cadáveres apilados en contenedores afuera del Hospital del Guasmo Sur, que no pueden ser reconocidos por su alto grado de descomposición.
Por Daniela Aguilar
En un último intento por sobrevivir, Hugo Villavicencio se arrastró desde el pequeño departamento que ocupaba dentro de una vivienda familiar y logró llegar hasta un portal compartido. «¡Mamá ayúdeme!», gritó con sus escasísimas fuerzas. Estaba prácticamente desnudo. Eran las cuatro y media de la madrugada del 31 de marzo.
Evita Saltos, su madre de 86 años que durante los últimos doce días había lidiado con la pena de no poder acompañarlo en su aislamiento, se asomó de inmediato y comenzó a pedir socorro. Pronto se levantaron sus dos hijas y nietos, que viven en otras de las divisiones de la casa ubicada en el Guasmo Central de Guayaquil.
En contados minutos, la familia cubrió a Hugo y salió en busca de un vehículo para llevarlo al hospital. Habían marcado en vano al ECU911 y como muchos otros, no recibieron ningún auxilio. «Mi mamá llamaba y llamaba y le decían: ‘Los policías no pueden ir, los bomberos no pueden ir, las ambulancias no pueden ir’. ¡Nadie podía!», recuerda con enojo una de las sobrinas de Hugo, Stefanía Quiróz.
Una tricimoto fue lo único que pudieron conseguir a esa hora. Lo subieron y partieron rumbo al hospital. Pero a decir de Estefanía, la vida de su tío se estaba terminando de apagar. La boca se le puso morada, la mirada desorbitada y los pies le comenzaron a colgar. Trató sin éxito de tomarle el pulso. “Comencé a asustarme y a bombearle el corazón. Le bombeaba y le decía que por favor se levante, pero no pasaba nada”.
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Hugo era electricista, un oficio que le apasionaba y ocupaba incluso en sus ratos libres. Cuando estaba en casa lo escuchaban taladrando, lijando o martillando. También se entretenía dibujando motores de barco. Había laborado en el puerto de Guayaquil y el de Posorja, y de momento trabajaba de forma independiente. También impartía clases a niños y jóvenes interesados en emular sus destrezas.
A la izquierda, disfrutando del carnaval en familia.
Tío Gollito, como le decían cariñosamente sus sobrinos, no llegó a casarse ni a tener hijos. Aunque no le faltaba el cariño de los niños de la casa, a los que consentía cada vez que podía. “Apenas él cobraba, se acercaba a la ventana de mi casa y le decía a mi mamá: Toma cinco dólares para que compres fruta. A mis hermanitas de 11 y 12 años les decía: Baje cada una para darle un dólar. O me llamaba y me preguntaba, ¿cuántos están allí que voy a llevar pizza?”, recuerda Stefanía. Era el encargado de armar los monigotes para despedir el año viejo y de llenar la piscina de plástico para el carnaval.
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Cuando Hugo arribó al Hospital del Guasmo Sur, ya no había nada que hacer según manifestó el médico de guardia. Apenas lo revisó, declaró su muerte. La causa: insuficiencia respiratoria aguda por neumonía viral. Se podría decir que había llegado demasiado tarde, pero eso no es del todo cierto. Hugo llegó a tiempo al menos tres veces.
Durante los doce días que experimentó síntomas antes de su fallecimiento, Hugo acudió en tres ocasiones a esa misma casa de salud por su propia cuenta. Le preocupaba sobre todo la dificultad respiratoria que comenzaba a agravarse. En sus visitas médicas solo recibió unas cuantas bocanadas de oxígeno. No fue ingresado ni tampoco medicado. Mucho menos logró que le hicieran la prueba de COVID19 para tener certeza sobre su padecimiento. Todo lo dejó registrado en un pizarrón que tenía en su habitación.
Insuficiencia respiratoria aguda, la causa de muerte de Hugo certificada por el Ministerio de Salud. Nunca pudo acceder a una prueba de COVID19.
Stefanía cuenta que cuando declararon el deceso de su tío Gollito, apenas pudo abrazarlo y llorarlo. Al poco tiempo, le pidieron que se acerque a la administración y de un momento a otro se llevaron su cuerpo. Desde entonces, comenzó un largo éxodo por darle una sepultura digna y un sitio donde su abuelita pueda decirle adiós, porque hasta el día de hoy lo imagina vivo.
Hasta la misma Stefanía, que alcanzó a rodear con sus brazos su cuerpo frío, ha llegado a pensar que a lo mejor aún vive, porque la negligencia en los hospitales públicos de Guayaquil ha sido tal, que ya han aparecido dos «resucitados». Pero lo cierto es que ella y su hermano Sergio, que han sido los encargados de los trámites para recuperar el cuerpo de Hugo, han vivido en carne propia la desidia y negligencia de autoridades a todo nivel.
Por ejemplo, en un inicio les aseguraron que era obligación la cremación y que ellos debían encargarse de los costos. Por ello, acudieron a la Junta de Beneficencia de Guayaquil, donde contrario al anuncio de gratuidad que se publicitó en esos días, les pidieron USD1.800. Sin recursos disponibles, tuvieron que pedir dinero a familiares que viven en el exterior, pero no concretaron el proceso porque no ubicaron en cuerpo.
Los días siguientes hicieron fila desde las 5:00 a las 17:00 en busca de información y en dos ocasiones, Sergio pudo ingresar a buscar a su tío entre los cadáveres apilados que abarrotaban las morgues del hospital. No lo encontró. Incluso Stefanía confiesa que hubiesen estado dispuestos a pagar, como lo hicieron otros deudos para que los encargados del anfiteatro ubiquen a sus seres queridos. Un tarea que debían cumplir como parte de sus asignaciones, en lugar de lucrar del sufrimiento y exponer a las familias dolientes a escarbar entre los muertos.
«Llegaban los militares bien vestidos con su carrazo y sacaban a sus muertos. A ellos no les exigían caja, se los llevaban en funda negra. Llegaba un vigilante, se llevaba a su muerto. Llegaba un policía con su traje, se llevaba a su muerto. Entonces yo sí le dije (al personal del hospital), más barato me va a salir comprarme un uniforme», comenta Stefanía, indignada por el trato preferente del que dice, fue testigo. En su caso, a falta de dinero y para cumplir con la obligación de llevar un ataúd, tuvo que recurrir a un vecino que le confeccionó uno básico y contratar una camioneta para llevarlo en el hospital. Ya en el sitio y sin que le entreguen a su tío, tuvo que pagar hasta para que le cuiden el féretro.
La familia consiguió un espacio para sepultar a Hugo en un cementerio de Milagro y también el permiso para trasladar el cadáver, pero el hospital les dio largas hasta que el 7 de abril, simplemente pusieron un letrero que decía que solo entregarían los cuerpos de los fallecidos en las primeras 24 horas, que el gobierno se encargaría de enterrar al resto. La notificación de la ubicación de las víctimas fatales se haría a través de coronavirusecuador.com. Pero allí el nombre del tío Gollido nunca apareció.
La documentación estaba lista para llevar el cuerpo de Hugo a Milagro, pero nunca apareció.
«En Samborondón, todo el mundo tiene a su muerto. Solamente los del centro y los del sur somos los que no tenemos a nuestro muerto. No entendemos por qué», dice Stefanía esta vez con más pena que rabia. Es que piensa en su abuelita, que casi ni come, ha dejado de preparar las delicias que acostumbra hacer con plátano y yuca, y llora cuando está cerca del portal en el que vio postrado a su hijo por última vez. El 17 de abril habría cumplido 43 años.
«Es una violación a los derechos humanos y culturales de la población», dice Billy Navarrete del Comité de Derechos Humanos de Guayaquil (CDH). “Aquí estamos tocando fibras muy íntimas de la sociedad, no son cosas que se pueden obviar. Estas familias van a estar reclamando hasta que se los devuelvan o hasta que tengan la certeza que las personas que dicen que están en los cementerios sean exactamente sus parientes”. Para apoyarlos en esa lucha por recuperar a sus seres queridos, el CDH creó este formulario para compilar datos de las víctimas.
«Mi abuela no sabe ni leer ni escribir y ella dice: ‘Yo no siendo estudiada, siento que a mi hijo me lo tienen como a un perro botado'», sostiene Stefanía y lamenta el trato denigrante que el Estado le ha dado a sus restos. El dolor es grande cuando lo imaginan apilado y descompuesto, en ese grupo de 131 cadáveres que reposan en contenedores sin refrigerar en los exteriores del hospital del Guasmo.
Dos días antes de que se conozca del tema de los contenedores, Stefanía recibió una llamada de una trabajadora social del Hospital del Guasmo que se identificó como Rocío Coello y le indicó que el cuerpo de su tío no estaba ni en la lista de los ya enterrados ni de los que estaban por inhumar. Le pidió una fotografía para Criminalística, que iba a asumir el encargo de identificar los cuerpos. La joven envío no solo la foto, sino todas las señas y señales que pudieran ayudar a dar con su tío. Desde entonces no ha tenido noticia y no sabe cuándo la volverán a contactar.
«Es inhumano, él merece descansar con dignidad», concluye Stefanía, quien seguirá luchando para darle paz a su familia. De hecho, no ha dejado de moverse desde ese fatídico 31 de marzo.