Una madre no suele decir estas cosas. Pero esta mujer guayaquileña de 34 años grita con impotencia, frente al ataúd de su hijo, que hubiese preferido que enferme de sida, de cáncer, de tuberculosis, de cualquier cosa. En definitiva, un mal de aquellos que resultan mortales, pero que dan oportunidad a los miembros de una familia para ayudar al enfermo.
– «Pero yo no pude ayudar a mi hijo. Esa maldita droga lo mató muy rápido y no tuve a donde acudir«, masculla con rabia.
Su hijo era Juan Elías y tenía trece años. Un niño, prácticamente. En cuerpo y alma, dice su mamá, su abuela, los niños que compartieron con él en la escuela fiscal Mixta No.9 Pedro Vicente Maldonado. Juan Elías fue enterrado el miércoles 10 de septiembre en el cementerio general de Guayaquil, el mismo día que, en el Palacio de Carondelet, el presidente Rafael Correa y una buena parte de su gabinete se reunieron para tratar el problema de las drogas. Según la ministra de Defensa, María Fernanda Espinosa, en la extensa cita el presidente «decidió liderar personalmente este complejo tema». Parece una coincidencia.
El hecho es ciertamente complejo. El pasado lunes, cuando el niño fue llevado de emergencia en la madrugada al hospital Francisco de Ycaza Bustamante, las enfermeras comentaban que era el tercero o cuarto en las últimas 24 horas. Todos, con los graves síntomas que desencadena la famosa y temida droga solo conocida como «la H». Los otros menores, al parecer, corrieron con mejor suerte. Juan Elías llegó muerto al hospital.
La resignación parece llegar con más urgencia a los hogares pobres. Por eso su abuela relata casi como un hecho superado el funeral de su nieto del que no habían pasado ni 24 horas. O será tal vez que el proceso de asimilación de los hechos ni siquiera empieza. En todo caso, está tranquila. «Mi nieto ya está descansando», es una buena explicación.
La H es una droga de la que ni las autoridades del Consejo de Sustancias Psicotrópicas tienen mucha información. A fines del año pasado, su director reconocía no saber cuáles son sus componentes y anunciaba una investigación. Pero en las calles, la H lleva años circulando y su peligrosidad es conocida por gran parte de los pobladores del suburbio de Guayaquil.
La abuela de Juan Elías, mayor de 70 años, lo sabe. «Es esa porquería de rechazo de otras drogas y los niños la aspiran por la nariz». Se la vende por todos lados. «Un paquetito chiquitito, que no tiene 5 gramos, vale $5», explica con certeza. Y sabe que ahora la policía no puede detener a quienes portan cierta cantidad de droga en sus bolsillos, porque cuando los revisan, se declaran consumidores.
-«Están haciendo un grave daño a los niños, a los jóvenes. Estos malandros ahora tienen toda la libertad»-, se queja.
Lo mismo piensa la madre del niño. Ella va más allá. Recuerda que apenas su hijo consumió la H, buscó un lugar para rehabilitarlo. Y no lo encontró. No gratis, al menos.Todos los centros que decían ser adecuados para liberarlo de las drogas costaban por encima de los $50o, asegura. En esta familia, esa cifra es una pequeña fortuna que no tienen. A veces, pagar los $70 de arriendo, les cuesta. En los hospitales, solo encontró un tratamiento ambulatorio del que ella estaba consciente que no era suficiente.
-«Los niños que consumen la H suelen morir de un infarto»- les advirtió a la madre y a la abuela un médico, no mucho tiempo atrás.
Juan Elías consumió drogas hace ocho meses por primera vez. Un hombre de 20 años, con quien coincidía en un cyber -Lolo, un microtraficante- lo indujo fácilmente a su consumo. Desde entonces, la vida del niño no fue la misma.
El pasado domingo, por la noche, Juan Elías jugó fútbol en la calle por última vez. Se cansó bastante. Luego entró a su casa y no podía dormir. Empezó a sentir un dolor en su pecho y le faltaba la respiración. Cuando sus padres se alarmaron, los tranquilizó. «Ya se me pasará», les dijo.
Juan Elías murió a las 5 de la mañana del pasado lunes 8 de septiembre, dentro de una ambulancia, de un paro cardíaco. Sus compañeros de escuela, profesores, vecinos y familiares hicieron una colecta para pagar su bóveda, que costó $1800. Esa plata, dice su abuela, pudo haber servido para recuperar al muchacho.