Es domingo y los que más disfrutan son los niños. Los más pequeños corren por las veredas. Los más grandes cierran las calles con arcos improvisados. Sus padres, aprovechan la agradable temperatura para comer a la intemperie, ir a la reunión de su iglesia o simplemente descansar. Así, con aparente tranquilidad, transcurre el día en la segunda etapa del plan insigne que el gobierno de Rafael Correa construyó para los pobres: Socio Vivienda Guayaquil.
Atrás quedaron los reclamos por la falta de agua potable, que ensombrecieron la visita del presidente el pasado mes de junio. Entonces, los vecinos intentaron abordar a Correa, que visitaba una escuela provisional, para pedirle que solucione un problema con el que batallaban desde que se mudaron al sector a mediados de 2013. El presidente no los atendió pero más tarde dijo que investigaría el asunto; y un par de semanas después, el agua comenzó fluir por llaves y duchas con una presión nunca antes vista. «No sabemos que pasó, se arregló de la noche a la mañana», comenta Paola, quien solía vivir en una endeble casita de caña en la Isla Trinitaria.
Ahora, Paola, su esposo y la hija de ambos de ocho meses de edad, viven en una casa de cemento de 40 metros cuadrados, tres dormitorios y un baño. Casi no tienen reparos con su nuevo hogar. Sí les molesta compartir pared con las casas colindantes. La intimidad es escasa. De allí se sienten aliviados de que sus vecinos más cercanos sean gente buena. «Es como una lotería», aseguran. Y es que en Socio Vivienda II están asentadas familias de los sitios más marginales y peligrosos de Guayaquil. Algunas llegaron desde Las Malvinas, otras desde Esmeraldas Chiquito, la Isla Trinitaria y de las cooperativas del Suburbio que limitan con las riberas del estero Salado. Allí los juntaron y del resto, poco se sabe.
‘El 20% de la gente es tranquila’
«Ayer noche tuvimos que llamar a la Policía», asegura Alexandra, miembro de la misma congregación cristiana que Paola y también exhabitante de la Trinitaria. La familia que forma Alexandra con su esposo y cuatro hijos no podía dormir por la música ensordecedora que sonaba en una fiesta en la cuadra de al frente. «Así son todos los sábados», añade. La Policía llegó después de varias horas y varias llamadas de reclamo pero no fue bien recibida. «Le cayeron a piedrazos al patrullero y rompieron el parabrisas», explica uno de los tres policías que custodia el nuevo UPC que entró en funcionamiento hace pocas semanas. El saldo del incidente: dos detenidos, que fueron sacados del lugar para evitar que los moradores rodeen las instalaciones del retén policial que carece de cerramiento, como ya había sucedido. «Hemos pedido que cierren el UPC pero nos dijeron que así es el modelo», asegura el policía y añade que las apariencias engañan y que de la gente del barrio «solo el 20% es tranquila». Que no solo los libadores causan problemas, también lo hacen los microtraficantes
Entre los vecinos de la Segunda Etapa de Socio Vivienda que fueron reubicados desde los márgenes del estero Salado hay dudas y desinformación. Aparte de las llaves, el personal del Miduvi no les entregó ningún documento que certifique la propiedad. Lo único que saben es la numeración de su casa y la manzana a la que pertenece, que está diferenciada por animales. El tucán, la iguana y el pingüino son solo algunos. «Dicen que la casa cuesta $900», afirma un morador. «Lo que cuesta $900 no es la casa sino el lote», refuta otro y añade que la exigencia es depositar $15 mensuales por 5 años en una cuenta del Miduvi. «Yo no estoy pagando porque nadie me ha explicado nada», comenta una mujer que se une a la conversación. Lo cierto es que todos los que ahí viven han recibido el Bono de la Vivienda de $5000. Esa ayuda que la Unión de Organizaciones Comunitarias, que agrupa a familias que aún viven en las orillas del Salado, rechaza por la falta de socialización del proyecto. Tachan a la reubicación de «intervención» y al plan habitacional de «favela».