Mujeres bolivianas son capturadas a diario transportando droga en el norte de Chile. La llevan en bolsos, zapatos, enfajadas a su cuerpo o dentro de su estómago. La mitad de ellas son originarias de Cochabamba e indígenas. La gran mayoría no tiene educación secundaria completa. Casi todas son madres solteras.
Los narcos reclutan fácilmente a mujeres pobres para llevar cocaína hasta las grandes ciudades de Chile, donde abundan los consumidores y la droga multiplica su valor por 7.
Por su parte, los gobiernos de Chile y Bolivia invierten grandes sumas en la persecución del narcotráfico, pero las fiscalías de ambos países no realizan investigaciones conjuntas que permitan detener las grandes mafias; por eso, quienes caen son los eslabones más débiles de la cadena.
El viaje de las mujeres bolivianas reclutadas por el narco suele terminar en un container ubicado frente a la Unidad de Urgencia del Hospital de Iquique. Ahí pueden pasar hasta 5 días sentadas en una banca, sin posibilidad de recostarse, mientras evacúan hasta el último ovoide de sus intestinos.
Otras ni siquiera alcanzan a cruzar la frontera. Son arrestadas y encarceladas en la misma Bolivia, quedando presas en condiciones más precarias y por periodos más prolongados de tiempo.
Bolivia y Chile no tienen relaciones diplomáticas y la tensión entre sus autoridades es histórica. Después de la demanda marítima boliviana contra Chile en la Corte Internacional de Justicia de La Haya, la relación ha llegado a su peor estado en lo que va de los últimos 30 años. Tanto es así que la reunión bilateral programada para septiembre de 2018, en la que se discutirían temas fronterizos, entre ellos la lucha contra el narcotráfico, fue suspendida por el gobierno chileno. “No está dado el clima y el ambiente para tener una reunión productiva”, dijo el canciller de este país Roberto Ampuero.
Mientras tanto, las mafias siguen reclutando diariamente a personas pobres en zonas rurales, barrios vulnerables y terminales de buses. Las envían a un viaje que muchas veces termina en la cárcel.
En esta investigación colaborativa participaron los periódicos EL DEBER (Bolivia); El Mercurio de Antofagasta (Chile), La Estrella de Iquique (Chile) y la plataforma periodística para las Américas, Connectas.
Durante 6 meses se recopilaron los testimonios de mujeres encarceladas por narcotráfico, policías, fiscalías, defensorías y entes gubernamentales. Además, se revisaron más de 300 sentencias cursadas entre 2017 y el primer semestre de 2018 en tribunales del norte de Chile para así lograr entender el origen de este problema.
Investigación realizada por Cristian Ascencio del Diario El Mercurio de Antofagasta (Chile), Nelfi Fernández del Diario El Deber (Bolivia) y Carlos Luz del Diario La Estrella de Iquique (Chile) en alianza con CONNECTAS.
Elena tenía 20 años cuando aceptó ser tragona, y dos hijos, uno de 3 y otra de un año. Cuando emprendió el viaje, en enero de 2018, la bebé aún era amamantada.
Dejó a sus hijos a cargo de su hermano menor, de 17 años. También le dejó a su cargo a su otro hermano, de 7 años, y quien fue la razón para tomar el ‘empleo’ de tragona.
“Acepté llevar ovoides por necesidad económica. Necesitaba para comprar una válvula para mi hermano que tenía desnutrición grave y no se alimentaba normal, por una malformación cerebral congénita”, dice Elena.
Como la mayoría de las mujeres utilizadas como correos humanos por el narcotráfico, Elena es de Cochabamba y es madre soltera. Tenía un empleo parcial limpiando casas en el que le pagaban 600 bolivianos mensuales (87 dólares). Le prometieron mil dólares por hacer el viaje, lo que es igual a 3,3 salarios mínimos en Bolivia y multiplicaba por diez sus propios ingresos.
“Me lo ofrecieron en un bus. Conocía a un señor que era del mismo lugar de donde yo vivía. Él me ofreció, me dijo: “Yo trabajo con eso, si querés yo te hago conseguir” y me dio un número. Era una persona mayor que yo conocía desde que era niña. No sé (si se dedica a reclutar mujeres), pero yo creo que sí (…). Lo pensé como tres semanas, pero él me presionaba, me llamaba, me preguntaba si lo iba a aceptar, “¿lo vas a llevar?” y, “al final, sí lo acepté porque era lo necesario. Necesitaba para mi hermano”.
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Después de la separación de su marido, Celia Casorla perdió la tuición de sus hijos y tuvo problemas de alcoholismo. También perdió la motocicleta que usaba para trabajar como taxista en Cochabamba. “Me sentía mal, vacía. Me hacían falta mis hijos, no querían hablar conmigo. Me rechazaban (la llamada por) el celular. Y me dediqué a la bebida. Bebí, bebí, bebí, bebí, durante todo un año. Al siguiente año… ya las deudas… al final, se me venció el alquiler. Y yo, tomando nomás”.
Celia escuchó que se “ganaba bien llevando”, así que un día decidió contactar a un traficante. “¿Conoce alguien que trabaje con Doña Blanca?”, preguntó en varios tugurios de Cochabamba, hasta que llegó al hombre que le ofreció su primer ‘contrato’.
Celia fue llevada por el narcotraficante a Pisiga, en la frontera con Chile. Ahí la hicieron tragar los ovoides. “No podía, te juro que lo vomitaba. No podía tragar. Te duele la garganta. Y qué dije: Ya que no pude dar nada a mis hijos y me dediqué a la bebida, lo voy a hacer por mis hijos, nada más por mis hijos, voy a pagar toda mi deuda y voy a hacerlo por ellos. Cada vez que no podía, tenía que acordarme de eso. ¿Sabes tomar bebida? toma esto. Y tomé. No pude todo. Me faltaba como un cuarto de kilo. No pude y le dije al señor ese: ‘Aunque no me pague todo, aunque sea la mitad me sirve, pero no voy a tomar más. No puedo más, mi cuerpo no quiere, yo quiero, mi cuerpo no quiere. ¿Qué quiere que haga?’. “Ya po’ vamos entonces, me dijo”.
Un kilo de cocaína pura cuesta en Bolivia unos 2.200 dólares. A las ‘tragonas’ (quienes tragan ovoides de cocaína) y ‘mulas’ (quienes llevan la droga en maletas o fajadas a su cuerpo) les pagan hasta 1.500 dólares por llevar ese kilo desde Bolivia hasta Santiago de Chile, donde se venderá a 15 dólares cada gramo. Es decir, los narcos pueden obtener 15 mil dólares por el kilo si es que la venden tal como llegó. Pero, en la gran mayoría de los casos, la cocaína es mezclada con otros productos como yeso o talco para aumentar la ganancia.
Las transportadoras en algunas ocasiones son acompañadas dentro del bus por un vigilante de la mafia. En otras les toman una fotografía en la terminal de buses en que se embarcan y se les entrega un teléfono celular viejo. Al llegar a la terminal de buses de destino, alguien más las espera y las lleva a una casa de seguridad.
Las declaraciones de las mujeres, consignadas en las sentencias judiciales en Chile, dan cuenta de estos mecanismos.
“Viajé a comprar telas a Oruro, se me acercó una señora que me ofreció un trabajo de traslado de droga hasta Iquique. En la terminal me esperarían y me pagarían 300 dólares. La señora me tomó una fotografía para reconocerme. Debía entregar el paquete en el terminal de Iquique a esta misma persona” (extracto de declaración de C.P.H, de 30 años, quien estuvo un año presa en Chile antes de ser expulsada).
“En la terminal de Iquique conocí a una señora de nombre Margarita que me entregó mil dólares y ‘100 chilenos’ por trasladar 4 paquetes de droga hasta Calama; esta señora compró los pasajes para viajar, me esperaría en el terminal de Calama y me sacó una foto con su celular” (extracto de declaración de E.R.L., 38 años, condenada a 5 años y un día de pena efectiva).
“En Pisiga dos personas me entregaron la carga y me dijeron que debía pasar la ‘tranca’. Me levanté y empecé a caminar, cuando sale una patrulla, me asusté y corrí, no pude escapar. Le dije a los señores que me suelten, que no es mía, que me la entregaron unos señores en Pisiga. No me creyeron y me encerraron (…). Me iban a pagar $1.000 dólares en la terminal de Iquique, pero no me pagaron nada. Estoy encerrada 12 meses (…) Ellos fueron el día de mi cumpleaños a mi casa, les cuento los problemas de salud de mi hija y que costaba 8 mil bolivianos, ellos piden mi número y me llaman el 17 de septiembre, diciéndome que fuera a la frontera y ahí me pasaron la droga; me llamaban por teléfono. Cuando me detuvieron me encontraron dos teléfonos pequeños, el otro me lo dieron” (extracto de declaración de F.J.C., de 43 años, estuvo presa 1 año y dos meses antes de ser expulsada).
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Francisca Fernández es antropóloga y perita de la Defensoría chilena. Esa entidad le encargó un estudio sobre los perfiles de las mujeres indígenas extranjeras condenadas en cárceles del norte de Chile. Por meses recorrió las cárceles y entrevistó a condenadas, principalmente bolivianas. Para Francisca Fernández, estas mujeres son utilizadas como material desechable por las bandas y lo ejemplifica con uno de los casos que conoció: “Tres mujeres van sentadas juntas en el bus y llevan las mismas zapatillas blancas, nuevas, con una planta alta. Era evidente que, si las vestían así, iban a ser revisadas”. La antropóloga presume que fueron enviadas para desviar la atención de las policías, mientras que al mismo tiempo por alguno de los cientos de pasos clandestinos se ingresó un cargamento más grande.
La Defensoría ha notado que en varios casos la droga es llevada tan burdamente, que es como si alguien quisiera que fuera descubierta. Para la entidad, es posible que las bandas estén usando a personas pobres para concentrar los esfuerzos de las policías en un punto, mientras se ingresan grandes volúmenes de droga por otro; o que se trata de ‘falsos 22’, un concepto que refiere el número del artículo de la Ley 20.000 (contra el narcotráfico) sobre la cooperación compensada, que algunos narcotraficantes utilizan para disminuir sus condenas.
En Chile un ‘falso 22’ es la persona que fue contratada para llevar droga o ‘cargada’ con ella, sin saber que será delatada por un narcotraficante ya preso. El narcotraficante lo delata para así acceder a beneficios. Hay casos documentados por la Defensoría respecto a ‘falsos 22’, como el de un agricultor de Oruro que solo hablaba fluidamente quechua y que fue cargado con droga en un hostal de Antofagasta. Estuvo nueve meses preso.
Otra causa que llama la atención es el de una mujer quechua que cumple una condena por narcotráfico en Chile desde hace cuatro años. Ella es uno de los pocos casos de mujeres bolivianas reincidentes. Según los documentos de su causa, la condenada tiene una deficiencia mental y es analfabeta. Fue descubierta por segunda vez portando droga en 2014, en la aduana El Loa, mientras viajaba en un bus. Su primera detención había sido en la misma aduana, por lo que un funcionario la reconoció. Llevaba la cocaína en una pizzera eléctrica.
Si son distractivos o no, es difícil comprobarlo. Pero una cosa es segura, son tantas las mujeres detenidas y tanta la droga decomisada que, si el narco sigue apostando por la vía de las ‘mulas’ y ‘tragonas’ para enviar droga al sur, es porque sigue siendo muy rentable.
Gabriel Carrión, jefe de estudios de la Defensoría Regional de Tarapacá, la región de Chile donde hay más bolivianos y bolivianas capturados por narcotráfico, sostiene que la política persecutoria en Chile no busca a los propietarios de la droga, sino que se centra en los flancos débiles y descartables, los transportadores al por menor. “Los fiscales optan por una opción práctica: buscan condenar a quienes llevan la droga, y si les preguntan por los dueños de la droga, explican que no les corresponde (perseguirlos) porque tendría que realizarse una investigación extraterritorial”.
Aunque las policías chilena y boliviana afirman que sí se comparten entre ellas la información recopilada en las detenciones de ‘tragones’ y ‘mulas’; la Fiscalía de la región chilena de Tarapacá reconoce que no se han realizado investigaciones transnacionales. El fiscal regional de Tarapacá, Raúl Arancibia, dice: “Hasta la fecha en la región no hemos tenido investigaciones de tráfico de droga en la que hayamos trabajado con la Fiscalía boliviana”.
Aunque el conflicto data de principios del siglo XIX, cuando Bolivia perdió su salida al océano Pacífico en un conflicto bélico, estos países sudamericanos -vecinos por 850 kilómetros de frontera- desde hace 40 años tienen rotas sus relaciones diplomáticas. En marzo de 1978 retiraron a sus embajadores y en los últimos cuatro años el ambiente se enrareció aún más, luego de que Bolivia interpusiera una demanda ante la Corte Internacional de Justicia en La Haya para obligar a Chile a dialogar sobre una salida soberana al mar.
Esta situación llevó a que una reunión para hablar justamente sobre temas fronterizos, entre ellos la lucha contra el narco, fuera suspendida. El 3 de septiembre, dos días antes del encuentro, Chile dijo que las condiciones no estaban dadas para la cita y un mes después, el primero de octubre, La Haya falló en contra del pedido boliviano. Desde entonces los líderes de ambos países se lanzan dardos por las redes sociales y medios de comunicación sin concretar una agenda bilateral.
Celia Casorla recuerda que el primer carabinero que se subió al bus se acercó a ella y le preguntó qué llevaba en la botella de yogurt.
-Yogurt, obvio -le contestó.
-Entonces tome un sorbo -le dijo el carabinero.
Celia abrió la botella tratando de que no se le notaran los nervios y tomó un trago grande. La cocaína iba al fondo del frasco, envuelta en plástico y bien apretujada. No se soltó. El carabinero continuó de largo y Celia respiró un poco más tranquila.
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Elena tragó gran parte de los ovoides en Oruro, Bolivia, y viajó hasta la frontera acompañada de un vigilante del dueño de la droga.
En Pisiga tragó el resto de los ovoides en un hostal clandestino donde pagó 25 bolivianos por pasar la noche, aunque esa noche no durmió.
En la madrugada cruzó hacia Chile por un costado de la Aduana. A lado y lado de esa Aduana hay una pampa eterna que tiene varios apodos puestos por los lugareños del pueblo de Pisiga. “El hueco” y “la tranca” son los más comunes.
Caminó por la misma ruta usada por los contrabandistas de frutas y verduras, de ropa, de automóviles, de droga y los coyotes que llevan migrantes hacia ‘el sueño chileno’.
Llegó al amanecer hasta un pequeño paradero de buses en el pueblo de Colchane, Chile, donde unas comerciantes con polleras ofrecen sus productos a los viajeros.
Elena tomó el primer bus a Iquique y en Iquique, otro más hacia Antofagasta. Ya llevaba más de 24 horas con los 98 ovoides en su estómago. En ese tiempo no pudo tomar más que agua y refresco. Comer algo sólido le haría expulsar la codiciada carga.
En el control aduanero El Loa, a tres horas de su destino final, la revisó un funcionario de Aduanas.
-¿Estás llevando los huevitos?
-No, no, no.
-Estás llevándolos, tienes que decirlo, estás muy nerviosa.
“Luego me dijo que lo reconozca por el bien de mis hijos, que esto no era permitido y que lo aceptara, y que me iba a ayudar en algo si lo aceptaba. Al final lo reconocí. Ya no podía más, mi conciencia ya no me dejaba y dije: ‘Sí, estoy llevando’”.
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Ser un pasajero boliviano en un bus dentro de Chile es ser sospechoso y, por ende, las posibilidades de ser revisado por la Policía son mayores.
María Avendaño estuvo presa en Chile dos años y seis meses, hasta que fue absuelta.
En 2007 fue detenida en un bus cerca de la frontera, mientras viajaba con su hijo. La acusaron de ser la dueña de una maleta que portaba 23 kilos de cocaína y un overol blanco de hombre.
Después de que la maleta fue encontrada en medio de una revisión rutinaria, la policía le preguntó al auxiliar del bus quién era el propietario, y éste aseguró que era María. Ella lo negó. No le creyeron y fue apresada.
Para la Defensoría Penal Pública este caso es un ejemplo de un trabajo policial mal realizado y de agentes gubernamentales dejándose influenciar por los prejuicios. “No se levantaron huellas desde el bolso o muestras de ADN para vincular de alguna forma a la imputada con la propiedad del equipaje”, explica la Defensoría Penal Pública en el documento Proyecto Inocentes, que recopila historias de personas detenidas por error en Chile.
El hijo de María, médico de profesión, fue dejado en libertad, pero debió quedarse a vivir en Chile para no alejarse de su madre. Trabajó dos años y medio en una farmacia hasta que su madre, quien fue sometida a un juicio oral, fue absuelta.
De haberse declarado culpable, María Avedaño podría haber estado mucho menos tiempo en prisión. A lo mucho 431 días. Los bolivianos que reconocen culpabilidad en delitos con penas inferiores a los 5 años de prisión pueden acceder a la expulsión del territorio nacional, con la condición de no volver a Chile durante un periodo de 10 años.
El 93% de las 325 bolivianas condenadas en el norte de Chile, entre 2017 y el primer trimestre de 2018, accedió a este beneficio. Ellas tuvieron un tiempo promedio de encarcelamiento de 7,5 meses, esto según un análisis de las sentencias del Poder Judicial contra mujeres bolivianas en el norte de Chile en 2017 y primer trimestre de 2018.