Esta es una investigación de Claudia Padrón para El Toque de Cuba, con la colaboración de Darcy Borrero y Alejandro Trujillo
Hoy las trabajadoras domésticas en el archipiélago son un grupo en crecimiento, expuesto a explotación, discriminación y maltratos, sin que haya una regulación específica que garantice sus derechos más básicos.
Entre 2010 y 2016 el número de licencias de empleado doméstico se multiplicó por 38 y pasó, de 241 a 9.379. Sin embargo, ese número no refleja la verdadera cantidad de personas dedicadas al oficio, pues la gran mayoría lo hace desde la informalidad.
Hace meses Brenda no se pone esmalte de uñas, ni arregla su cabello. No tiene tiempo, ni razón. Su vida se resume, día tras día, en una misma secuencia: mientras haya huéspedes en el hostal, la joven se levanta antes de las 6 a.m., toma el autobús, llega a casa de sus empleadores, prepara el desayuno, atiende a los extranjeros, hace las habitaciones. Luego quita el polvo de los adornos, limpia la terraza y prepara la cena. Sus jornadas como doméstica suelen rebasar las doce horas para ganar menos de tres dólares diarios, 80 dólares al mes trabajando de lunes a lunes cuando estudiosos calculan que para un nivel de vida digna se necesitan como mínimo 200 dólares. Sobre todo en una ciudad cara como La Habana.
Brenda Márquez tiene 24 años y es ilegal dentro de su propio país. Arbela Ramos, en cambio, le triplica la edad pero está condenada al mismo oficio porque su pensión jubilar no le alcanza para subsistir. Mientras tanto, Nela Martínez ha tenido que dejar su trabajo de ingeniera para dedicarse a fregar trastos, y Raisa Aguirre ha padecido del infierno de ser explotada por diez centavos de dólar la hora. Son los rostros del trabajo doméstico en Cuba.
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De oficio desdeñado a inicios de la Revolución cubana de 1959, por ser considerado un rezago burgués, e incluso prohibido en 1978; el empleo doméstico resurgió en Cuba en los años noventa, en medio de la crisis económica desatada por el derrumbe del Bloque socialista del este de Europa.
En una sociedad patriarcal y machista como la cubana, fueron mujeres casi todas las que volvieron a desempeñar estos trabajos, atraídas por la oportunidad de obtener mejores ingresos que el salario recibido en otros frentes laborales. Pero no fue hasta luego de 2010 que el número de trabajadores domésticos experimentó crecimientos notables. Los primeros resultados de la reforma económica encabezada por el expresidente Raúl Castro, sobre todo el relanzamiento del llamado Trabajo por Cuenta Propia (TCP), expandieron la demanda de estos servicios.
A la par, en el archipiélago han comenzado a multiplicarse las casas de renta para extranjeros, restaurantes, clubs nocturnos. Además, decenas de miles de jóvenes que han emigrado a otros países, envían remesas a sus familiares. Ese flujo de moneda ‘dura’ ha establecido un grupo de nacionales con más y mejores ingresos, con necesidad y posibilidad de derivar el trabajo del hogar a otras personas. A lo que se suma el envejecimiento creciente de la población, que ha aumentado la demanda de cuidadoras de ancianos.
Hasta el cierre de 2013, se contabilizaron 3.149 licencias de trabajadoras domésticas por cuenta propia, mientras que para el año 2016, último año del que se conocen registros públicos, esa cantidad subió a 9.379. Pero ese número no es ni de cerca representativo de la realidad, como se pudo comprobar en la elaboración de este reportaje. De la veintena de mujeres dedicadas al oficio que fueron entrevistadas, ninguna posee licencia. Mientras que todas, trabajaban para patrones cubanos. Esa tendencia a la informalidad permite que abunden historias de explotación y desprotección legal.
El Estado por su parte no ha ratificado al Convenio 189 de la OIT sobre el trabajo decente para trabajadores y trabajadores domésticas. Ni siquiera ha permitido el surgimiento de agencias de empleo que actúen como intermediarias entre criadas y patrones. Una en particular, impulsada por dos mujeres de La Habana, llegó a contar con una planilla de 500 empleados domésticos en menos de un año, pero tuvo que cerrar porque no consiguió el permiso de funcionamiento.
Estas mujeres, al trabajar al interior del hogar, están expuestas a discriminación y maltratos. En palabras de la experta en estudios de género Ailynn Torres, enfrentan un escenario laboral “más propenso al despliegue de comportamientos y normas misóginas, y a la violencia de género”.
Huir de ser “criada”, para terminar siéndolo
Se puede adivinar, entre ese rostro surcado de arrugas, el pelo blanco y las manos manchadas de vejez, una juventud de mujer delgada y de buen porte.
Dieciséis años antes de que triunfara la Revolución de los guerrilleros rebeldes, Arbela Ramos nació en Guantánamo, el extremo este del país. En 1960, era una de las maestras que enseñaban a leer en los campos más pobres de la antigua provincia de Oriente.
En 1961, el mismo año en el que se abrieron las Escuelas Nocturnas de Superación para Domésticas, donde se graduaron 63.153 mujeres de todo el país, Arbela llegó a La Habana. Justo a tiempo para desfilar frente a la Plaza y celebrar el éxito de la Campaña de Alfabetización. Recuerda, entre los primeros planes de la Revolución, los que estaban enfocados a ofrecer a las mujeres otras opciones de trabajo con mayor prestigio social. Ella misma se sumó a esa nueva ola y se graduó como contadora.
“Ya casi nadie quería ser criada—como se le llamaba antes de 1959 al servicio doméstico en Cuba— si podía estudiar para maestra, taquígrafa, recepcionista. Trabajar de doméstica no era bien visto en un país comunista y queríamos eliminar esas diferencias de clases. Y mírame ahora, a esta edad, soy la primera criada de mi familia”.
Es un miércoles de 2018. Arbela sube una escalera gris infinita. Respira agitada. Toma algunos minutos para recomponerse y sigue hasta el tercer nivel. Antes ha viajado unos 20 kilómetros desde el municipio Playa al barrio de Santo Suárez, en La Habana. Con 75 años lo hace tres veces por semana.
En Santo Suárez está el apartamento donde ha trabajado como doméstica durante los dos últimos años, de manera informal. Sobre las 9 a.m. llega a una casa pequeña: un salón junto a la cocina, un dormitorio seguido del baño y una terraza donde juegan dos perros chicos. Sus tareas son sencillas: alimentar los cachorros, limpiar el piso, quizás recoger algún desorden y cocinar. A las tres de la tarde está de vuelta en su casa.
Cada vez que va a trabajar, Arbela regresa con tres CUC en el bolsillo, 36 al mes si no se ausenta. El triple de lo que gana como pensión de la Seguridad Social por 40 años de trabajo. Con el dinero que ella reúne subsisten tres generaciones: Arbela, su hija discapacitada desde hace tres décadas, que solo recibe una pensión de 10 CUC y una nieta que aún estudia. El CUC es la abreviatura del peso convertible cubano, una de las dos monedas oficiales que circulan en la isla y que es equivalente al dólar. La otra moneda es el peso cubano (CUP).
– ¿Hasta cuándo planea trabajar?
“Realmente me siento muy cansada. Son 75 años y el viaje de un municipio a otro en un autobús repleto y caliente, el cuerpo lo padece. Creo que no me quedan muchas fuerzas. Ojalá que aguante hasta que mi nieta termine la universidad, pero no me veo capaz”. Para que la nieta obtenga el título de ingeniera aún falta poco más de 30 meses. Arbela tendría que trabajar hasta los 78 años.
“Cuba ha cambiado mucho. Ahora cada vez hay más mujeres de todas las edades tomando estos trabajos. En los años setenta eso era impensable”, comenta. Para finales de esa década del siglo pasado, se había estigmatizado el ejercicio doméstico al punto de prohibirse. Las palabras “criada” o “doméstica” quedaron prácticamente vetadas. A quien siguiera realizando la labor se le comenzó a llamar “la muchacha que ayuda en la casa”, un eufemismo para esconder que era un empleo remunerado.
En su tesis de doctorado, la socióloga Magela Romero, explica que la prohibición contribuyó a la invisibilización de este trabajo y a eludir la creación de un marco legislativo que amparara a las personas que habían decidido continuar desempeñándolo. Una realidad que se mantiene hasta hoy.
De la academia al trabajo doméstico
“¿Por qué dejé la universidad? Porque en Cuba, dentro de una casa, se puede ganar más que como profesional. Así fue como terminé aquí”, asegura Brenda Márquez.
No es grande. Cuatro por cuatro metros apenas, y una escalera sin barandas de peldaños crujientes que conduce hacia un techo intermedio de madera. Tampoco hay ventanas en el salón. Quizá por eso un olor a encerrado inunda el pequeño apartamento, que no es otra cosa que un cuarto con baño, una sala y una cocina.
“Ahora mismo no tengo otra opción de renta con el dinero que dispongo. Mientras aparece algo mejor, estaré aquí. En definitiva, solo vengo a dormir”, dice la joven.
“Cuando me mudé el dueño de la casa me dijo que no podía cambiar nada de lo que está aquí. Ni las fotos, ni las ofrendas religiosas, ni siquiera puedo sacar del closet la ropa de la difunta”, dice mientras señala con el dedo los retratos de una mujer que observa seria desde varios ángulos.
Todo comenzó en agosto de 2018, cuando Brenda echó dentro de una maleta algo de ropa, dejó sus estudios de Derecho en la Universidad de Pinar del Río y emigró a La Habana.
Partió con la promesa de un trabajo sencillo y de que generaría buenas propinas. Un amigo le había comentado sobre un hostal para turistas en el Vedado, un populoso y céntrico barrio de la capital, donde buscaban una muchacha encargada de las labores domésticas. Y allí fue.
Hasta hoy la joven aún no ha tenido su primer día de descanso. Aunque el Código de Trabajo dice que a todos los empleados del país les corresponde una jornada libre a la semana y al menos siete días de vacaciones remuneradas al año, la realidad para muchas domésticas en Cuba es muy distinta.
“Trabajo de lunes a lunes. Eso de vacaciones pagadas solo lo cubre el Estado para sus empleados. Las domésticas no tenemos descanso, ni podemos enfermarnos”, dice la joven.
La viceministra primera del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social (MTSS) Marta Elena Feitó Cabrera, ha admitido que “cuando el MTSS desarrolló estudios acerca de la protección a corto plazo en el sector cuentapropista, determinó que no era el momento de proteger a los trabajadores ante el riesgo de enfermedades”. Solo se cubren certificados médicos de más de seis meses. Licencias de menos tiempo no se autorizan.
Otra diferencia marcada es que el Estado cubano respalda a sus empleadas con un año de licencia de maternidad remunerada, tres meses más de licencia sin sueldo y el derecho a conservar su empleo durante todo ese tiempo, mientras que las domésticas -solo si están regularizadas- solo disponen de 18 semanas y ninguna garantía de mantener su trabajo.
Nela Martínez es una de las trabajadoras del hogar afectada por este vacío legislativo que desprotege a las madres. Con casi 30 años, desea tener ahora un segundo embarazo. Solo que en su situación, la maternidad significaría perder los ingresos con los que subsiste su familia. Su trabajo, además, no esperará por ella. Ahora mismo debe elegir entre volver a ser madre o mantener a su hijo, Diego, de siete años.
En la casa de Nela hay un título de ingeniera industrial con su nombre, enmarcado sobre la pared del salón. Trabajo en su especialidad ha tenido y hoy podría encontrarlo fácilmente, pero aplicando sus conocimientos no podría satisfacer sus gastos más primarios. Por eso un año atrás abandonó sus funciones de ingeniera para limpiar casas de renta y lavar la ropa de los turistas.
En cada día de trabajo gana como mínimo 10 CUC. Con solo tres jornadas obtiene la totalidad del sueldo mensual que sus cinco años de estudios universitarios pueden garantizarle.
“Siento que estoy desaprovechando mis capacidades con un trabajo por debajo de mis conocimientos. Y eso es frustrante. Pero a veces debes elegir entre realización profesional o poder vivir con un mínimo de recursos”, explica Nela.
La misma legislación que no protege de igual manera a las domésticas que a las madres con empleos estatales, también se ha desentendido de convertir en obligatorio el descanso remunerado de los trabajadores por cuenta propia.
Autoridades del Ministerio de Trabajo aducen que no tienen manera de “medir, exigir y controlar” el tiempo de trabajo efectivo, del cual se derivan las vacaciones pagadas. Le pasaron esa responsabilidad al empleador, quien, en el caso de las trabajadoras del hogar, suele ser más de uno.
Brenda y Nela trabajan sin un contrato escrito o ajustadas a jornadas de ocho horas delimitadas, tal como lo establece el Código de Trabajo vigente. Garantías, ahora mismo, no tienen otras que la posible consideración de su empleador. Su vida laboral, como la de muchas domésticas, es una ruleta rusa.
“Se podría calcular el índice de vacaciones sobre la base de la contribución de las trabajadoras a la seguridad social y lo mismo sucede con los certificados médicos. Eso se puede establecer, aunque el Ministerio declare que no es factible”, asegura el Licenciado en Derecho, Eloy Viera Cañive, quien por seis años ejerció de abogado en un bufete colectivo.
Tampoco la Federación de Mujeres Cubana, la organización femenina masiva en el país, que tiene la potestad de aglutinar y proteger a estas empleadas, parece interesada en intervenir. Cuando se acudió a la organización en busca de respuestas para este reportaje, prefirieron el silencio.
Ni contratos, ni derechos, ni leyes
“Lo único que sé hacer es trabajar en las casas. Así es como puedo ganarme la vida”, sostiene Raisa Aguirre Coss, 43 años, residente en Altamira, un barrio pobre en las afueras de la oriental ciudad de Santiago de Cuba.
Lleva dos cadenas de oro falso alrededor del cuello y el cuerpo rollizo, es madre de cuatro hijos y abuela de una nieta.
Tiene también la piel mestiza, cierta manía de aspirar las eses cuando habla y cambia las erres por eles una y otra vez. Lo que no tiene Raisa es una casa propia, ni estudios. Tampoco tiene grandes aspiraciones. Salvo ser bien tratada en los hogares donde labora y que un día su hijo mayor pueda comprarle un lugar para vivir.
“Dos años atrás, antes de tener este empleo, estaba necesitada de trabajo y supe de una mujer que buscaba a alguien para ayudarla. Así llegué a una casa donde era tratada como una esclava, no un ser humano con derechos”.
Paralelo al trabajo en la pequeña fonda, Raisa debía también realizar las labores del hogar. “Fui maltratada muchas veces, pero no me quejaba porque podía perder el empleo y cuando hay bocas que alimentar uno aguanta. Si ella quería me despedía de un momento a otro. Así que no podía ni chistar”.
Como está estructurada la legislación cubana, ni Raisa, Brenda o Nela, ni ninguna otra doméstica que sea despedida injustamente puede demandar a su empleador o pedir resarcimientos. Porque el sistema judicial parte de un órgano de justicia laboral de base, que se integra por hasta cinco representantes a partes equilibradas de los trabajadores y la administración de los centros laborales del Estado.
Como las domésticas no están afiliadas al esquema sindical ni son, muchas veces, trabajadoras formales, sus posibilidades de reclamación son prácticamente nulas.
“Después de casi un año en ese infierno me fui de allí porque el abuso era mucho”, continúa Raisa. El acuerdo inicial al que había llegado era que cobraría un dólar (CUC) diario por hacer determinadas actividades. Actividades que comenzaron a multiplicarse en jornadas cada vez más extensas porque nunca firmó un contrato con su empleadora.
Esa es una práctica común en la mayoría de los trabajadores cuentapropistas. Solo un tercio de los más de 500 mil empleados autónomos en Cuba tenían hasta septiembre de 2017 un contrato laboral, según un informe del MTSS.
En 2014 en un apartamento del municipio Playa, en La Habana, María del Carmen Tiélvez y Alba Graciela León inauguraron una agencia independiente de empleo doméstico. En ese entonces pensaron en un negocio de representación que funcionara como un enlace entre empleadas del hogar y clientes.
Desde su apertura, la agencia recibía al día decenas de llamadas solicitando distintos servicios. Algunos pedían mujeres que no fueran muy bonitas, ni viejas, con la piel blanca, que no tuvieran hijos porque “los niños se enferman y ellas faltan”.
Otros preferían mujeres negras porque “están más acostumbradas a trabajos fuertes” y algún cliente hasta exigió que fueran heterosexuales las chicas y si era hombre, preferentemente gay.
Por la intermediación de servicios, la agencia le cobraba al empleado el treinta por ciento de su sueldo durante los tres primeros meses de trabajo. Desde el cuarto mes la relación pasaba a ser directa con el dueño de la casa.
Sin publicidad, ni otro anuncio que no fuera el comentario boca en boca, el negocio llegó a casi 500 personas inscritas en su primer año, domésticas en su mayoría.
María del Carmen y Alba Graciela tramitaban acuerdos escritos entre ambas partes, intervenían si sucedían conflictos, mediaban en que los pagos fuesen justos y las jornadas no tan extensas.
Libraban ellas las mismas batallas que no supo librar Raisa por su falta de opciones y escasa información hasta que el Ministerio de Trabajo cerró la agencia de empleo. La respuesta que el centro dio a sus administradoras fue que “no existe en Cuba una licencia específica que permita un emprendimiento así”. La burocracia y la falta de voluntad disolvieron la única alternativa conocida que había intentado regularizar en cierta medida el mercado laboral para las trabajadoras domésticas.
Raisa, por su parte, soportó los maltratos hasta que se cansó de ser humillada y buscó un nuevo trabajo para sostener a su familia. Ahora labora en cuatro casas a la vez, seis veces a la semana y entre todas reúne 40 CUC, unos 1.000 pesos cubanos (CUP). Una cantidad superior al salario medio del país, que en 2017 se situó en 767 CUP.
Bárbara Gavilán —mujer negra y humilde—es una de las empleadas con múltiples jornadas, en centros estatales y hogares privados. De lunes a viernes, desde las 7 a.m. hasta las 4:00 p.m. es auxiliar de limpieza en un hospital de San Juan y Martínez, al occidente de Pinar del Río. El resto de la tarde y los fines de semana, distribuye su tiempo entre cuatro casas en las que realiza labores domésticas.
“Tengo dos padres ancianos que debo mantener y en el hospital me pagan menos de un CUC diario”. El trabajo allí, dice, es interminable. Como escasea personal, con casi 50 años, debe hacer ella sola la labor que correspondería a dos o tres auxiliares. En las casas la situación tampoco es la ideal.
“Yo no descanso ningún día de la semana desde hace años. Llevo más de veinte con los dos trabajos sin parar”. En las casas suelen pagarle dos o cuatro CUC, le regalan ropa usada y comida. Depende, casi siempre, de lo que estime el empleador.
Barbara y Raisa viven fuera de la capital cubana. Una en un pequeño pueblo del extremo occidental, otra en una comunidad pobre del Oriente. Al interior del país, coinciden ambas, las pagas son inferiores para este oficio, y las jornadas igual de extensas.
Hasta la fecha, el gobierno cubano, que se presenta como un garante en la región de justicia social, no ha ratificado el Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo, el cual busca garantizar que las trabajadoras domésticas cuenten con condiciones semejantes a las garantizadas para otras empleadas. Condiciones que en Cuba no tienen.
Indocumentada en su país
— ¿Por qué te mantienes en un trabajo donde te sientes explotada?
— Porque es mi única opción si quiero seguir en esta ciudad. Al no tener dirección de La Habana solo puedo emplearme de manera informal. Hay un decreto que establece eso, y me hace ilegal aquí.
El decreto al que se refiere la pinareña Brenda Márquez es el 217, emitido el 22 de abril de 1997. Esa norma da potestad a la policía de detener a cualquier ciudadano en medio de una calle capitalina, pedirle sus documentos y cuestionar qué hace en La Habana, si su domicilio está en otra provincia. Bajo ese amparo, los agentes pueden apresar a quien no ofrezca explicación aceptable y “deportarlo” dentro de su mismo país, con multas agregadas.
Es uno de los decretos que usa el gobierno cubano para distinguir a ciudadanos de un tipo de ciudadanos de otro y restringir la libertad de movimiento dentro del país.
Otro Decreto-Ley, el número 326, permite al gobierno provincial habanero admitir que empleados de empresas e instituciones estatales laboren en la capital sin cambio de dirección. Pero no sucede lo mismo con las domésticas o cualquier otro trabajador por cuenta propia.
Para que Brenda pueda obtener legalmente un trabajo en la capital como doméstica debe antes legalizar su condición migratoria. Para ello es imprescindible conseguir un permiso del presidente del Consejo de Administración del municipio donde piense vivir; y antes debe acreditar en la Dirección Municipal de la Vivienda el consentimiento expreso del propietario del inmueble que la va a acoger.
También necesita un documento expedido por Planificación Física que certifique que la vivienda cumple las condiciones mínimas de habitabilidad y que cada inquilino tiene diez metros cuadrados de superficie techada.
Todo este embrollo burocrático se evita con entrar al sector informal de la economía y exponer la mano de obra a la falta de garantías. De todas formas, suelen pensar Brenda y sus colegas, al interior del hogar nadie supervisa.
“Cada noche, cuando me siento en la cama—con todo el cansancio que el cuerpo puede soportar— me pregunto si todo esto ha valido la pena. Los empleadores cuando saben que no tienes otras alternativas de trabajo en la capital, abusan más”, cuenta Brenda frente a la entrada del hostal donde labora.
El mismo pequeño país que un día intentó construir una sociedad sin clases, donde todos fueran iguales, ha retomado una parte de su pasado que se había esforzado en borrar. Solo que ahora, las domésticas son un grupo mucho más heterogéneo que en el siglo pasado.
Doméstica en la isla puede ser cualquier mujer sin distinciones, sin formación o con títulos universitarios. Hay también empleadas ancianas que deben volver al trabajo hasta que el cuerpo aguante, porque reciben pensiones como jubiladas con un valor simbólico, que no suplen sus gastos.
Entre todas ellas (y ellos) no hay distinción de color o edad. Son miles y se esparcen por toda Cuba sin que haya leyes que los protejan.
Los rostros ancianos del trabajo doméstico en Cuba
Cuando tenía 23 años, Noemí González comenzó a enseñar matemáticas en el nivel elemental. A los 50 fue diagnosticada de cáncer de mamá y tuvo que someterse a una mastectomía. Luego de su recuperación, continuó en las aulas hasta que una década después se jubiló con una pensión de 13 cuc mensuales. Hoy no tiene más opción que continuar trabajando para subsistir.
Para el 2011, el año en que se jubiló la maestra, el nivel de gastos del consumo básico en el archipiélago caribeño había sido cuantificado por el economista Raúl González Sandoval en 33 CUC. Con su pensión, ella apenas cubría poco menos de un tercio del costo de vida más elemental.
Siete años después el nivel de gastos en Cuba no ha hecho más que aumentar. Y la jubilación de Noemí no ha experimentado ningún cambio. Si ella hoy paga sus cuentas cada mes es gracias a los ingresos que percibe de su trabajo como doméstica en un hostal para turistas. No es de extrañar que la anciana integre el grupo de jubilados que suman el 11 por ciento de los trabajadores autónomos en Cuba. Son ancianos que, luego del retiro, se ven obligados a seguir trabajando para sobrevivir.
En La Habana, algunas empleadas domésticas emigraron desde otras provincias sin cambio oficial de domicilio. Al ser “ilegales”, entre sus pocas opciones está trabajar al interior del hogar, donde nadie supervisa. Foto: Alejandro Trujillo
Esto significa que 60.897 personas, después de una larga vida laboral, han vuelto a ocuparse de manera formal. Pero el mercado de trabajo para la tercera edad en Cuba no se resume a este grupo. Otros ancianos como Aleida Urquiola trabajan desde la informalidad, sin engrosar estadísticas, sin que su nombre se convierta en un número más, pero trabajan igual.
Ella también cobra una pensión simbólica. Treinta años como recepcionista en una empresa estatal equivalen hoy a 10 cuc de pensión. Con ese dinero podría comprar, por ejemplo: un par de ristras medianas de cebollas y ajo. Nada más.
Para equilibrar sus ingresos con el costo de vida, Aleida sostiene dos empleos a la par: atender a una anciana encamada y hacer las labores domésticas para esa familia. Además, eventualmente duerme en los hospitales como acompañante de pacientes ingresados. Con el primer empleo cobra 30 cuc mensuales y recibe algunos regalos. Mientras que por las noches, en las salas de los sanatorios, gana otros 5 cada vez que es contratada.
Aleida cojea un poco al caminar por una deficiencia en la cadera. Usa espejuelos con cristales de notable aumento y evoca a Dios constantemente. Se la nota cansada y marcada por los años. En enero cumple 70.
“Es imposible tener una jubilación segura y tranquila con lo que gano. Mientras sea capaz tengo una única opción: seguir trabajando”, dice la mujer cuando se le pregunta por qué sale cada día a laborar como doméstica.
Ella pertenece al creciente grupo de ancianos cubanos que han tenido que renunciar a su descanso en las últimas décadas y seguir generando ingresos. Para el 2010, La Encuesta Nacional de Envejecimiento Poblacional (ENEP) registró que el 55 por ciento de los ancianos que volvían al trabajo en la isla estaban motivados por la necesidad de dinero para cubrir sus gastos; mientras que un 22 debía contribuir a la economía familiar más allá de sus pensiones.
Noemí vive con su hijo y un nieto adolescente en el centro de Pinar del Río, al extremo occidental de Cuba, pero trabaja como empleada doméstica en otra ciudad vecina. Mientras haya clientes la antigua maestra se despierta antes de las 6.00 a.m. toma el transporte público y viaja unos 50 km desde su casa hasta el municipio de Viñales, un destino famoso para los turistas por su valle natural. Al final del día regresa con 5 cuc en el bolso. Casi la mitad de su pensión mensual. Así es como logra vivir y ayudar a su familia.
“Cuando escuché de este trabajo lo tomé sin dudar”, dice la mujer con una mezcla de optimismo y resignación. “Con lo que gana de pensión calculado rigurosamente solo puedo pagar la electricidad, medicamentos, la canasta básica que alcanza para unos 10 días y algo de comida. “Ser doméstica ha sido mi escapatoria; aunque es duro no tener descanso, ni vacaciones, ni jornadas delimitadas. Esto es trabajo y más trabajo. Y mira la edad que tengo”, dice ella y esboza una mueca en el rostro.
Noemí confirma que tiene 65 años, pero a simple vista podría parecer aún mayor.
“En viñales, como es zona turística, el nivel de vida es más alto y casi todos los hostales contratan domésticas. Cada vez somos más y de todas las edades. Las más viejas tenemos el tiempo contado porque los clientes prefieren trabajadoras jóvenes. La solución sería tener pensiones reales y poder irnos a casa”.
Cuba ha transitado desde un 11,3 % de personas de 60 años y más, en 1985 hasta un 20,1 % al cierre del 2017. El envejecimiento poblacional parece indetenible y el Gobierno se enfrenta al reto de que un cada vez más reducido grupo de personas laboralmente activas, tengan que sostener a un creciente número de jubilados.
Actualmente más de un millón 676 mil cubanos se beneficiaban de la seguridad social por jubilación, invalidez y sobrevivencia. Para ellos la pensión media oscilaba hasta diciembre de este año sobre los 276 pesos cubanos (algo más de 11 dólares). Un mes atrás se anunció un ligero aumento de la mínima situada ahora en 242 pesos.
Aún después del aumento, con esa suma es prácticamente imposible la vida en la Isla. Para la socióloga Elaine Acosta autora del libro: Cuidados en la vejez en América Latina, los casos de Chile, Cuba y Uruguay; el impacto de esta crecida salarial será casi imperceptible en la vida de los jubilados cubanos en general, y las domésticas ancianas entre ellos.
Noemi, Aleida y la mayoría de los pensionados, según la especialista, forman parte de uno de los grupos más afectados por las situaciones de pobreza en la isla. “Si observamos sus ingresos, la fuente más generalizada entre las personas mayores es la jubilación o pensión que beneficia al 71,2% de este grupo (ENEP, 2010). Sin embargo, existe un alto grado de insatisfacción respecto de los ingresos recibidos, puesto que el 60% de las personas mayores se siente con privaciones y carencias. La mayoría de ellos cuenta solo con el ingreso que ofrece el estado”, explica la socióloga.
Aleida dice estar agradecida por tener un trabajo como doméstica y cuidadora donde es bien tratada. Agradecida porque cada día ve ancianos sentados en los bordes de las aceras más céntricas con puestos de venta ambulantes de miscelánea y periódicos, y esa podría ser su realidad. Agradecida porque hay otros tantos que deambulan por la ciudad husmeando en los cestos de basura. “Si llegan a reunir suficientes latas de aluminio como para repletar un saco de ellas aplastadas, cuenta la jubilada, pueden recibir unos 3 cuc extras.
“No quisiera trabajar a mi edad, ni debería, pero al menos como doméstica pongo comida en la mesa”, concluye resignada.