En Engunga, comuna de Chanduy, el sol y polvo hacen más presencia que la población misma. Un parque, cuyos usuarios naturales, los niños, parecen extintos, es el muro imaginario que divide dos iglesias. Dos fes. Dos iglesias que lo único que tienen en común es el abandono.
La primera, de entrada al pueblo, es la “oficial”, el único espacio en el que un párroco que solo se aparece los sábados, da la misa católica.
La segunda, en cambio, es la “pagana”, considerada así por ser construida sin permiso alguno y frente a la primera, desafiando toda creencia y cualquier amenaza de herejía. Está hecha de cemento, tiene una arquitectura igual a la iglesia de Don Bosco de Guayaquil y enclaustra tras una urna de cristal a su propia “santa”. Una santa que no ha llegado a los oídos del Papa Francisco.
Era 1976 cuando la comunidad de Engunga y de toda la Península de Santa Elena, se alteró. En un rudimentario y pequeño cementerio empezaba a ocurrir el primer milagro o nacimiento de una santa, cuya vida o muerte, estaba destinada a cumplir las plegarias de sus hermanos peninsulares. Ese año, Agustina Mateo Jiménez falleció.
A los pocos meses de su muerte y aún con el dolor vivo de sus familiares, empezaron a llegar los rumores de hechos extraños en la bóveda de Agustina. Sucesos como un olor a perfume de rosas que provenían de un pequeño agujero en la lápida y la visualización de imágenes religiosas por dicho orificio, se hicieron vox populi. Luego, su aparición en los sueños de Giomar Mateo, en ese entonces, una adolescente que afirmaba comunicarse con ella desde el más allá.
Las conversaciones eran peticiones de Agustina. Pedía, entre otras cosas, que le recen y que la exhumen de la bóveda. Que la saquen de su entierro porque ella tenía una misión que cumplir: convertirse en santa, conceder milagros y tener su propia iglesia, un santuario. Como toda una santa.
Esto, complementado con el olor a perfume de rosas que desprendía su bóveda, atrajo la atención de cientos de creyentes que empezaron a orar al pie del sepulcro y hacer las primeras peticiones. Éstas, dicen, se cumplían. Al ver la gran demanda y conmoción de la Península entera, se decidió sacarla y armar una capilla ardiente en la sala de la casa de sus padres.
Una capilla temporal. Pues en 1985, se completó la iglesia a punta de donaciones por parte de los beneficiados de los milagros concedidos por Agustina. Sin embargo, este logro que se celebra el 9 de octubre, también tuvo su pasado oscuro.
Los “no creyentes”, guiados por las autoridades eclesiásticas de aquella época, quisieron destruir una noche el cuerpo de Agustina. Nelson Eugenio Mateo, una de las cinco personas que “custodian” y recopilan toda información de la santa de Engunga, relata que aquella noche llegaron con antorchas a querer quemar la casa de la familia Mateo.
Lanzaron el cuerpo de Agustina al piso, rasgaron con las uñas y fierros su rostro y se orinaron en él. Su cuerpo pese al paso de los años, dicen que permanece intacto y ahora está embalsamado. Tras el violento incidente hicieron un pedido a Loja para hacerle una máscara de cera.
No existe registro numérico exacto de cuántos milagros ha realizado, según sus creyentes. Tampoco existe el mínimo indicio de un participación del Vaticano en el asunto. Héctor Eugenio Mateo solo puede decir que los milagros son muchos. Y eso por aquí, les basta.
Si los milagros no se pueden ver, la prueba de su existencia pueden ser las numerosas muestras de agradecimiento por los deseos concedidos. Son familias enteras que han dado ofrendas, dinero, su grano de arena para la iglesia. De allí han salido las bancas, los pisos, el sistema de audio, el altar, las velas…todo.
Aquí, en el pueblo olvidado de Engunga, su santa trata de salir del anonimato al igual que su gente. Las tiendas escasean al igual que las personas. La palabra turista no existe en el vocabulario del lugar. Tampoco hay hoteles y a duras penas sobreviven dos comedores. Los comuneros se dedican a la agricultura en una tierra infértil, porque aquí las lluvias no son un milagro fácil de conceder. Otros engungueños dejan su vida y alma en el duro trabajo que les ofrecen camaroneras sin permiso, que a más de llevarse el espiritu luchador de estos recios hombres, también se llevan la playa, el pedazo de la naturaleza cuyo acceso está negado hasta para quienes tienen fe.
Nelson aspira que algún día la situación cambie. Pese a que han trascurrido 40 años desde que tienen una santa por decisión propia, aún no pierden la esperanza que, alg´n día no muy lejano, la iglesia Católica y su jefe máximo, reconozcan los dones celestiales de Agustina, más conocida por aquí como la «Aguchita». De esa forma, dicen los peninsulares, el mundo se enterará que Engunga existe, que dio una hija milagrosa, y que entonces se les abrirá un nuevo camino de oportunidades para todos, una mezcla de economía y fe, esa unión que tanto bien le ha hecho a otras tierras y sus dichosos habitantes.
El que quiera creer, que crea. Pero para los escépticos de esta historia, hay pruebas. Constan en un grueso libro de 300 páginas con recortes de las noticias que en todo este tiempo ha generado Aguchita. Y las pruebas más importantes, están en la memoria de los pobladores.
Y después se dice que el realismo mágico fue un invento de García Márquez.
Por Annabell Verdezoto
Fotografías de Cristian Banchón