En el 2014, el expenal García Moreno, construido en el periodo del expresidente conservador, cambió su existencia. Sus presos fueron trasladados a un nuevo centro de rehabilitación social en Latacunga. Sin embargo, sus huellas quedaron allí, junto a un cúmulo de objetos que aún cuentan su historia.
Es un sábado por la tarde. El sol y el calor hacen pensar que uno está sentado bajo la sombra de una carpa en otra ciudad que no es la tan famosa y premiada “Carita de Dios”. Quito. Aquí, en las afueras del expenal García Moreno, el tiempo parece haberse detenido.
La fachada externa luce igual pese al transcurso de 148 años. Los muros de piedra y rejas de hierro oxidadas siguen siendo guardianes intactos de presos, historias y huellas. En el 2014 este centro carcelario construido en la presidencia de García Moreno, quedó vacío aparentemente. El motivo, no fue la fuga masiva de sus residentes, sino el traslado controlado de los mismos a otra cárcel en la ciudad de Latacunga, provincia de Cotopaxi, para que los antiguos presos, hoy personas privadas de la libertad, tengan mejores condiciones para sobrellevar la condena física. Aunque la conciencia siga con el mismo peso por los crímenes cometidos.
Los muros de piedra aún trasmiten un frío polar como el que tenían que aguantar los presos. La humedad se mantiene pese a que circula más aire al tener pasillos y celdas vacías. La pintura, continúa desgastada, llena de moho, grafitis y sangre. Sus paredes son la evidencia viva de los secretos a gritos ahogados de corrupción; riñas; peleas; asesinatos; tráfico de influencias; sobrepoblación carcelaria; narcotráfico y una marcada e implícita división de clases sociales que obligaron a mejorar el sistema carcelario y construir una nueva penitenciaria. Todo como parte de un plan que contemplaba una verdadera rehabilitación de los reos, a quienes se incluyó en lo que se dio a llamar Revolución Ciudadana.
Quedó vacío aparentemente. Sin embargo, sus exhabitantes siguen presentes. Su esencia quedó allí, plasmada en los restos de ropa vieja, televisores obsoletos, imágenes religiosas, recortes de periódicos, libros universitarios, platos sucios, colchones, frascos de sustancias de aseo, etc.
Eso forma un conjunto de evidencias que revelan las condiciones infrahumanas en las que habitaban miles de delincuentes e inocentes –dicen- en una de las cárceles más frías y famosas del país, que está a la espera de convertirse en un hotel de lujo y que sobrevive como museo abierto al público gratuitamente.
Un museo.
Su estructura panóptica permitía ver todo lo que ocurría en los cinco pabellones que conformaban el penal. Con un centro en forma de torre y protegido por rejas, guardias vigilaban la vida que transcurría en los patios de cada bloque y sobre sus tejados. Tejados por los que presos intentaban fugarse y tejados por los cuales espíritus salían a deambular en libertad una vez llegada la noche, según rumoran las leyendas urbanas.
La cárcel estaba dividida en cinco pabellones clasificados acorde a la clase social y peligrosidad. Cada bloque estaba conformado por celdas resguardadas por una puerta de hierro con una diminuta abertura de rejas que dejaban algo extinta la luz en su interior y que propiciaba el escenario perfecto para actos atroces.
El recorrido inicia por el peor pabellón: el E. Aquí no existía ley pero sí varios dioses. Cada reo rendía culto al que mejor le propiciara un alivio para su condena. En las últimas celdas de este bloque, un candado impide ver su interior. Se dice que en ellas, las “clausuradas”, se realizaban ritos satánicos y conjuros vudúes. (Tan solo acercarse produce escalofríos y si decides atreverte un poco más y asomarte por la rendija, sientes que alguien te observa).
En la “E”, también constaban las personas más pobres y trastornadas. Personas que por unos cuántos dólares quitaban una vida. También, quienes disfrutaban del placer del sexo sin consentimiento. En la “E”, llegaban todos. Aquí una celda de 2 x 2 m, se dividía incluso para 20 personas que improvisaban camas sobre otras, una cocina sobre la letrina y un tendedero al pie de la ventana.
Las vigas que hacían soporte de los pisos continuos servían a más de soporte para tv cable o letreros de tiendas clandestinas, como una herramienta para ahorcar al enemigo. Simplemente, cuidarse la espalda era el pan de cada día.
Por otro lado, el pabellón D era el más famoso. Aquí, la celda #13 era la única vacía a la que todos los reos y los ecuatorianos le rendían tributo. Se trata de la celda del expresidente Eloy Alfaro. Su presencia omnipresente era tal, que pese a que fue asesinado en 1912, hasta el 2014 era nombrado en la asistencia que tomaban los guías penitenciarios. Todos, como burla y respeto, gritaban “presente”.
El expenal García Moreno también hospedaba criminales de élite. Criminales muy cotizados por las féminas hasta el punto de pagar por tener un rato de placer con ellos. Así pasaba su condena Juan Fernando Hermosa, el “niño del terror”, quien debido a sus actos fue condenado a este reclusorio. Como era joven y “atractivo” –dicen- las mujeres enloquecían por él.
No hacía falta un hotel. Bastaba para los ratos de amor las celdas exclusivas que los reos alquilaban para así poder subsistir. También las celdas se convertían en comedores; tiendas; cines y demás.
En el pabellón C, los pillos y arranchadores encontraron su espacio. También los mezclaban con pequeños expendedores de droga y adictos a quienes el vicio los tenía cumpliendo las tareas más deplorables posibles con tal de conseguir su dosis diaria.
Por los pasillos angostos, fríos y de baldosas quebradas, también reposan las huellas de otros psicópatas como Daniel Camargo Barbosa, quien una vez entrado en confianza en alguna partida de cartas, describía como acababa con la vida de las mujeres.
El expenal, en sus inicios, contó con una piscina. En ella, se pretendía que los presos hagan ejercicio. Sin embargo, sus historias son otras. El hueco que conformaba la piscina fue cerrado. Se usaba para castigos como bañar a los revoltosos en la noche o madrugada y también – dicen- aparecían cadáveres por la mañana producto de algún ajuste de cuentas. En su lugar, se construyó un bloque destinado para los delitos menores como el atraso en las pensiones alimenticias; infracciones de tránsito.
Finalmente, el pabellón A, se caracterizó por albergar a los reos pudientes. Era un pabellón de “extrema seguridad” –dicen- en el que habitaron presos ilustres. Desde el expresidente Lucio Gutiérrez, hasta los banqueros Fernando Aspiazu Seminario y Alejandro Penafiel. Y sacerdotes, como el pecador cura Flores y el anglicano Walter Crespo.
Un preso en especial aquí marcó la diferencia. La seguridad de este pabellón era tal, que para las festividades como el Día del Padre; Navidad o Fin de Año, Óscar Caranqui ordenaba todo un bufete y fiesta para sus compañeros de pabellón. – Dicen- que artistas reconocidos, nacionales e internacionales, ingresaron para dar conciertos exclusivos.
La celda de Caranqui fue la más lujosa. Estaba ubicada al final del pabellón y en el último piso, precisamente para que el resto de integrantes del bloque lo defendieran de sus enemigos. Al ocurrir el traslado de Caranqui a Guayaquil, sus familiares destruyeron la celda. Apenas queda una reconstrucción simbólica de la misma que no está exenta de una colección de whiskys como parte de los lujos que éste poseía dentro del centro penitenciario y que dejaba en claro las marcadas diferencias sociales hasta donde se suponía que todos eran iguales. Pues no. Esta celda dejaba en claro los contrastes del orden y la suciedad. De lo extremadamente vacío a lo sobrepoblado. De lo cruel e infrahumano. De lo todo y la nada.
Texto y fotos de Anabell Verdezoto