Pueblo Nuevo no es, exactamente, nuevo. Es un pueblo pequeño, de campesinos amables pero algo desconfiados, de casas de caña, madera y cemento, que no lucen pintura de colores vivaces, pero sí el amarillento tono que deja el polvo que no cesa de volar en el ambiente. Es un pueblo que no goza de comodidades y que, para quienes van de visita o de pura casualidad, puede darles la impresión que a su gente no le importa demasiado. Impresión equivocada, por cierto. Porque el campo no tiene porqué ser sinónimo de olvido o de abandono, aunque aquí parece que las normas gramaticales se ajustan a una realidad que sabe mucho a injusticia.
En Pueblo Nuevo está viviendo Luis y no es todavía una cara muy conocida. Se instaló, se puede decir indefinidamente, hace un año, más o menos. Tampoco es un extraño, porque pasó aquí los primeros seis años de su vida y luego de una rocambolesca historia de amor de sus padres, finalmente se mudaron todos para la ciudad. Y la ciudad, aquí, es Guayaquil, distante a no más de 90 o 100 kilómetros. Otro sinónimo forjado en realidades.
Llegar no es tan fácil. Luis tiene que pasar cada semana, cuando llega en su auto Chevrolet Aveo, las poblaciones de Petrillo, Nobol, Daule y desde ahí avanzar hasta la carretera que conecta al cantón Santa Lucía.
«Si vienen en bus, cojan en el terminal la cooperativa Santa Lucía y se quedan en el punto que dice Laurel. Allí hay un letrero. Es antes de llegar a Santa Lucía, por si acaso».
Hasta ahí, las carreteras lucen bien, con un mantenimiento adecuado. Las concesiones privadas funcionan. Pero en Laurel, para adentro, comienza otra historia. El camino está lleno de baches, nadie los tapa, hay nula inversión. La concesión es un negocio y rellenar estos huecos parece que no es buen negocio para nadie. Así que ahí están, atormentando a quienes a diario van y vienen de sus recintos subidos en las mototaxis, ese modelo de transporte urbano marginal, que nació, como casi todo, producto de las necesidades insatisfechas de grandes sectores que no tenían ni un bus destartalado para movilizarse. Son esas mismas mototaxis que pululan en las invasiones de Guayaquil, en los suburbios. Llegaron al campo y a nadie le sienta mal su informal servicio.
Para suerte de Luis, viene desde Guayaquil hasta acá en su propio carro, ese que compró pensando utilizarlo en servicio de Taxi Amigo. Todas las semanas. De martes a viernes, a veces, de miércoles a domingo. Depende. Los tiempos del campo son inciertos. Muy diferentes a los tiempos que impone una oficina. Por acá no se marca tarjeta.
«De Laurel cojan para adentro, largo. Van a llegar a un puente pequeño, pasan el puente y ya están en Pueblo Nuevo. Los estaré esperando».
CAMBIO DE RUTINA
Hace un año atrás, el camino que tenía Luis para dirigirse a su trabajo era otro. Luis Alberto Cabrera trabajó, durante 18 años, en la Fundación El Universo, que funcionaba en el antiguo templo masón que sigue imponente en la esquina de Nueve de Octubre y Escobedo, en pleno centro de Guayaquil. Y llegar hasta allá resulta tan elemental, porque todos los caminos conducen al centro.
La Fundación El Universo comenzó su trabajo de capacitación a periodistas y maestros el 16 de septiembre de 1996. Una idea que nació del entonces director de diario El Universo Carlos Pérez Perasso y que, tras su fallecimiento, sus hijos decidieron mantener. Fueron largos años que llegaron hasta estas instalaciones miles de alumnos, cientos de instructores.
En abril de 2015, llegaron dos más. Los españoles Antonio Rubio y Antonio Delgado, ambos profesores del Masterado de Periodismo de Investigación y Datos que organiza la Universidad Rey Juan Carlos y diario El Mundo de Madrid. A Rubio le llamó la atención el que este templo masón haya terminado luego como la redacción del diario más importante de Ecuador. Y después, que él mismo termine dando cátedra en su interior.
Rubio no sabía en ese momento que sería el protagonista del último seminario internacional de periodismo que se dicte en esas instalaciones. Los organizadores ni los asistentes tampoco lo sospechaban. Luis afirma que ni él sospechaba lo que se venía.
Y lo que se vino fue una mala noticia. A fines de mayo, Nila Velázquez, directora de la Fundación, reunió a sus ocho colaboradores -equipo pequeño- que sacaban adelante todo un esfuerzo por mejorar la calidad en el trabajo de periodistas y maestros. Fue el momento de la despedida.
«Aprendí mucho, bastante. Sacaba el máximo provecho de las clases que allí se impartían. ¿Por qué no me hice periodista? No, gracias, allí me di cuenta que los periodistas se sacaban la madre».
Lo dice como que si esa frase tuviera exclusividad para un solo oficio. Lo dice como si lo que está haciendo hoy, fuese sencillo. Lo dice justo ahora, cuando un machete reemplazó a la computadora como su herramienta de trabajo.
Oficialmente, la Fundación El Universo no ha desaparecido, según se puede leer en su página web que sigue en línea y que informa únicamente de un cambio de dirección. Pero todos sus colaboradores cogieron rumbos distintos para ganarse la vida. Sin reclamos de por medio, sin resentimientos. Lo dice este hombre que sigue considerando a sus ex compañeras como una familia. Especialmente a la doctora Nila, que lo sigue aconsejando e informando de eventos en donde puede aprender más en esta nueva etapa de su vida.
De pronto, una reflexión de su parte:
La Fundación no entró en crisis. Fue el diario que entró en crisis. El periodismo entró en crisis.
De las causas mejor no hablar. Es un viejo tema que, a estas alturas, solo agobia.
EN EL CAMPO SIEMPRE HAY TRABAJO
A Luis Alberto le dijeron que ya era un hombre viejo para buscar trabajo en la ciudad. Respuesta recurrente en varias empresas, en donde dejó su carpeta, su hoja de vida en la que destacaba su aporte dentro de la única Fundación que se dedicó a impartir periodismo.
-¿Viejo? ¿Cuántos años tienes tú?
-43
-Y yo 42.
-Estamos viejos. Ya mismo te toca venirte al campo.
Y esta presunta vejez para la ciudad se transforma en una vitalidad enorme para el campo, en donde para trabajar nadie está pidiendo la cédula de identidad.
La decisión no fue difícil de tomar. De hecho, estaba entre sus planes a futuro, hacer algo en los terrenos que le pertenecen a sus abuelos, una pareja de octogenarios, con 63 años de casados, que siguen luciendo recios pero amables, con la suficiente fuerza todavía para quedarse solos defendiendo sus propiedades.
Cuando la abuela enfermó y tuvo que ser trasladada a Guayaquil, Luis encontró la ocasión propicia para migrar al campo, pues su abuelo quedó solo y no tenía quien cuide de él. De paso, toda su vida dio un giro necesario, de esos que muchos no se atreven a aceptar.
Si la ciudad le cerró las puertas, el campo se las abrió de par en par. Trabajo aquí es lo que más hay.
TODO SE APRENDE EN LA VIDA
Así fue como Pueblo Nuevo recuperó a uno de sus hijos pródigos. El que, como casi todos, se fue siendo niño a una gran ciudad en donde creció, estudió y trabajó, pero que hoy regresa porque el campo siempre fue una buena opción que, dice él, no se sabe aprovechar.
No sabía nada. Pero todo se aprende. Llevo un año aprendiendo. Ahora ordeño vacas, he puesto una piscina de tilapias, compré chanchos de raza fina, sembré plátanos, papayas, yuca. Siempre hay algo que hacer.
Pero su proyecto cumbre en el campo es una hectárea sembrada de sandías. Algo en lo que ha invertido cerca de USD 3000 y que muy pronto tendrá su primera cosecha, con lo que, según sus cálculos optimistas, las ganancias podrían ser significativas. Y en este proceso ha hecho de todo: siembra, fumigación, riego, que debe ser permanente. Los efectos del sol ya se notan en su piel. Las marcas del fuerte trabajo, también. Y aún así, para Luis esto no representa ningún choque con lo que hacía anteriormente, que merezca ninguna pequeña queja, por lo menos.
Para nada. El trabajo no es sacrificio. El sacrificio más grande de haber venido al campo es dejar a mi familia varios días a la semana, en Guayaquil. Eso es lo más duro. Tengo mi esposa, tres hijos, y voy a casa normalmente los viernes. Hay fines de semana que los traigo acá. Ahora, tal vez, vaya menos porque se acerca la cosecha de la sandía y hay que cuidarla, porque por acá también hay aprovechadores. Y de mí no se van a aprovechar.
Hasta parece un experto en el tema. Con los chanchos, por ejemplo, ya practicó la venta directa. Él mismo los compra de raza fina, los alimenta, tiempo después los mata, los desposta y en su vehículo lleva por pedazos la carne a los interesados, previamente alertados que ya viene el producto. La intermediación es la que sume a los campesinos en la pobreza, un asunto conocido. Hay personas que lucran con las necesidades urgentes que suelen aparecer en el campo. Y con Luis Alberto esto no va a pasar.
HAY FUTURO
¿Hay futuro en el campo? Lo hay. Luis Alberto hasta se emociona cuando habla de esto. Se sigue capacitando, aprendiendo. Tiene varias ideas en mente que las cristaliza despacio porque para todo se necesita recursos. Pero como uno más del sector habla a nombre de todos y reclama: por aquí no hay médicos, ni un subcentro de salud. Las emergencias son habituales: a él mismo le picó un alacrán
y porque tiene carro, pudo salir hasta una farmacia en Laurel y recibir el tratamiento dictado por la despachadora del momento. Tampoco hay un solo policía. Y es un sitio tranquilo, pero la paz que se siente podría tener fecha de caducidad. A su abuelo ya le robaron un caballo y un burro. Así que nadie se puede confiar.
Mientras tanto, hay mucho trabajo por hacer. El uniforme ya no es el mismo, pero la actitud sigue intacta, así «los mosquitos a uno lo alcen en peso». Los amigos de Luis lo saben y se enteran por el Facebook de la futura cosecha:
Pronto podré ofrecerles el fruto de mi duro y arduo trabajo, sé que muchos estarán interesados en obtenerlo y de seguro prefiero hacerlo directamente como dicen: del productor al consumidor.
Eso puso en su muro. Y muchos ya se han apuntado para la compra.