A Don Galito todo el mundo lo conoce en Pedernales. Su cara le es familiar para los propietarios de los hoteles, para los vendedores en carretas viejas, para los cocteleros que preparaban sus bebidas espirituosas al borde de la playa. Pero Don Galito, que no se llama Galo y en realidad su nombre es José Vicente, no podía, no puede ser recíproco con tanta familiaridad de la comuna y no puede reconocer a nadie por su rostro. Porque es ciego. Porque lo es desde siempre, dicho en sus propias palabras. Pero decir “siempre” no obedece a la realidad, sino al inexorable paso de 40 años continuos en la completa oscuridad. Cuarenta años que para Don Galito es toda una vida.
Muchos de los que conocían a Don Galito y se lo hacían saber siempre que pasaban por el frente de su casa con un grito –“¡Hable don Galito!”- ya no están más. Esas voces, esos gritos, se apagaron el 16 de abril pasado, entre los casi 200 muertos que cobró de este pueblo pesquero, el terremoto que ha pasado a la historia en Ecuador como el peor, por el inmenso dolor causado.
Y don Galito ni siquiera sabe del todo quienes de sus amigos le faltan ahora. Se ha enterado de algunos, de muchos en realidad, pero de otros aún espera escuchar esos gritos destemplados que lo regresaban a su realidad cotidiana. La realidad de no ver. Porque sentado en su silla vieja instalada en el portal de su casa de tabla, y convenientemente ubicada al lado de la hamaca, don Galito se traslada a otra dimensión en la que su visión es perfecta. Es la dimensión del pasado, de cuando era apenas un muchacho que corría descalzo, como casi todos, en el viejo Pedernales repleto de pescadores ingenuos que dejaban su destino en manos del azar, al salir de faena. Y don Galo, que no era Galo en sus años mozos, no era amante de estas aventuras y por eso escogió ser un vendedor. ¿Vendedor de qué? De todo. Ni siquiera le faltó vender piedras, porque las piedras del mar también sirven de adorno, y se venden como tal, en los collares que luego lucen emocionados turistas. Es que este hombre tenía labia. Y la sigue teniendo. No para de conversar.
Así cayó conquistada su esposa, su mujer, su pareja. Su vida. Una señora evocada por él como muy hermosa, de buen cuerpo, de linda cara. Digna manabita, para mejores señas. Su mujer que se fue hace cuatro años, fulminada por un cáncer que apenas y le dio tiempo para que esta pareja se diga adiós. Cuatro meses. Desde entonces, don Galito dice que ya no es el mismo, porque está incompleto. Y no es la visión la que extraña, porque esta ya es una ausencia superada. La de su mujer, no lo será nunca.
Así llegó a los 84 años. Así llegó al 16 de abril. El 16A, según indican los registros históricos. Eran las 18h58 y don Galito, como casi siempre, estaba solo en su frágil casa. Estaba parado y, de pronto, todo comenzó a moverse. ¿Será la presión? ¿Será el colesterol? ¿Será la debilidad que ya no puede con el peso de sus años? Su cabeza no podía asociar estos mareos con un factor externo que ya lo estaba destruyendo todo. La tierra comenzó a sonar y sus pies no obedecieron más. La fuerza natural ya había impuesto sus condiciones.
Así que tuvo que agarrarse lo más fuerte que pudo al pilar de su casa. Un pilar de madera, esa madera que casi no traicionó a nadie de los que confiaron en ella para levantar su hogar. Todo lo contrario del cemento, que pesado e inclemente cayó encima de quienes tanto se habían sacrificado para tener una casa fuerte, firme, que les dé seguridad. Don Galito no tuvo opciones: la madera fue la única que por su pobreza lo pudo arropar.
¿Cómo siente un terremoto de 7,8 grados un ciego? Con terror, por supuesto. Porque los gritos que llegaban hasta él eran de espanto, de un dolor que nunca antes había sentido. Los llantos ya eran secos. Los clamores por ayuda se ahogaban en la destrucción. Y la impotencia, inconmensurable. ¿Qué puede hacer un anciano de 84 años, débil y ciego, ante la furia de la naturaleza?
Don Galito pudo luchar por su vida y eso en el balance, es suficiente. Su casa, la de madera, quedó casi intacta. Las cosas en su lugar, tan igual que nada lo sorprende en el recorrido permanente que hace en los metros cuadrados de su interior. Solo por dentro, algunas señas de lo que pasó. Nada que implique una demolición o un desalojo de lo que ha sido su hogar por siempre. Frente a él, el Registro de la Propiedad de Pedernales luce destruido y los escritorios, sillones y papeles están desperdigados, sin que a nadie le importe demasiado lo valiosa de la información que ahora está regada por todos lados.
Don Galito dice que está bien. Que el susto pasó y que el sonido de las olas no ha cambiado en Pedernales. Lo que quiere saber es quiénes de sus amigos siguen en pie. Y de pronto:
-¡“Don Galitoooo….!
-¡Vecina! Qué bueno saber de usted. Véngase para conversar…