La calle Chile, en el centro Histórico de Quito, es la calle del poder. Cruza el municipio de la capital ecuatoriana, recorre la Plaza Grande, sigue por el Palacio Arzobispal, da paso por la cochera a otro palacio, el de Carondelet, y avanza hasta dejar a pocos pasos de la Vicepresidencia de la República. Tiene una zona peatonal por la que circulan con exclusividad carros que llevan gente con poder. Poder local, poder nacional, poder político, poder religioso. Las sirenas que se escuchan con estridencia, no son sirenas de una ambulancia que transportan dolor. Son sirenas de caravanas que movilizan mucho poder.
José Luis es un vecino del poder, cosa que parece no importarle demasiado. Cumple todos los días, desde hace muchos meses, el mismo recorrido por la calle Chile. Va desde la calle Guayaquil, pasa por la Venezuela, camina la Plaza Grande, cruza la García Moreno y a veces llega hasta la Benalcázar. Parece que nadie reparara en él, en sus pasos sin sincronizar y su mirada perdida. Pero hay gente que lo conoce, que sabe muy bien su rutina. «Si no está frente al palacio de Gobierno, está frente al municipio, bajo las banderas de Quito», dice una vendedora de periódicos y golosinas. Un betunero da más pistas: temprano, por las mañanas, no se lo ve. Viene como al mediodía, ya entrada la tarde. ¿De dónde viene? No sé.
Lo que saben quienes lo ven a diario -y le prestan atención, que son la minoría- es que José Luis es un muchacho enfermo. Tiene ataques epilépticos. Cuando eso sucede, cae con violencia al piso y se lastima. Mientras convulsiona en plena calle, los que van apurados, siguen apurados. Los que tienen agenda completa no consideran abrir un espacio en ella para enterarse que, tal vez, este caso podría ser de su incumbencia. De lo que se llama, a veces con pomposidad, ayuda social.
A José Luis lo ayudan en estos momentos críticos de su enfermedad, los policías metropolitanos, los mismos que, paradójicamente, impiden que se siente en el piso de la Plaza Grande. Porque esa es la tarea de los municipales: impedir, en buenas formas al principio, que en la Plaza también llamada de la Independencia, la gente no se independice demasiado. Las ordenanzas establecen que allí no se puede cantar con volumen alto y por eso son constantes los desalojos de artistas frustrados, que solo ven en este espacio la oportunidad de ganarse unos cuantos dólares. En la Plaza tampoco hay espacio para mendigos que pidan limosna. Es una zona turística, finalmente. Por eso, José Luis solo pasa por ahí. Se sienta más arriba o más abajo de la Plaza a pedir caridad, para no importunar a los metropolitanos, esos jóvenes que suelen ayudarlo.
En Facebook ya se habló de él. «Se llama Jorge Enrique», dice en la pequeña nota subida en el muro de un ciudadano condolido, junto a la fotografía del joven inconsciente, justo después de una de sus crisis. Pero cuando en un tercer intento, finalmente lo encontramos, dijo que se llamaba José Luis. José Luis Moposita. Que tiene 21 años, una casa y una madre. Casa ubicada en el barrio El Placer, uno de los más antiguos de Quito y que según las memorias capitalinas fue el sitio de descanso escogido por el presidente Juan José Flores para sus momentos de relax. Paradojas del tiempo, esta loma poblada ahora es el hogar de gente humilde, muchos dedicados a intentar sobrevivir con honestidad y unos cuantos que ya se cansaron de intentarlo. Por aquí vive José Luis, que tiene una mano completamente imposibilitada y una pierna que le sirve a medias.
Claro que decir vivir puede resultar engañoso. Sobrevivir sería adecuado y él relata una historia de sobreviviente: que cayó de una altura de tres, cuatro metros y se rompió casi todo. Cuenta, además, que a veces duerme en las hierbas, no en su casa, por la razón que su madre, una vendedora ambulante, no lo deja entrar cuando se enfada. ¿Por qué? Porque a veces le pide de comer. José Luis no lo entiende, solo lo cuenta. En realidad, es difícil de entender.
Es Miércoles Santo, el día del famoso arrastre de Caudas en la Catedral Metropolitana, símbolo de otro viejo poder que por estas épocas está venido a menos. Y no ha sido un buen día para José Luis. En su tarrina recogedora de compasiones, a duras penas se cuentan cuarenta centavos, entre monedas de a cinco. Será tal vez porque tiene competencia. A pocos pasos de él, está un ciego que toca un viejo acordeón. Un ciego pidiendo limosna en un país en el que ahora se prefiere no decirle ciego, para proteger sus derechos. Y que en este día santo, le ha ganado a José Luis. Será por ser ciego o por su música desafinada. El joven enfermo no tiene nada que ofrecer.
Hay gente que lo ayuda, que le da de comer. Esa tarde, estaba comiendo un pedazo de tostada con un vaso de leche. Su primera comida del día. Le regalan chompas, para protegerlo del frío. Es que dormir en las hierbas o en las calles, requiere abrigo.
Los amigos de José Luis, que él no conoce -una adolescente vendedora de lotería, el betunero, la señora que vende periódicos- están preocupados y piden que alguien lo asista. Alguien del gobierno, alguien del municipio, esas oficinas que lucen competentes y resultan ser los vecinos habituales de este muchacho. Claro, esos detalles no le importan demasiado a José Luis. Sí presta atención, en cambio, a llevar unas pastillas que alguien le dio y consiguen evitar los ataques epilépticos. Esos ataques que terminan asustando a los apurados transeúntes de las cuadras que reúnen el mayor poder en Ecuador.