Es imposible no verlos. Y sin embargo, nadie los ve. Lo que están haciendo puede ser material para una noticia, pero ningún periodista, de ningún medio oficial o privado, se ha acercado a preguntarles porqué hacen lo que están haciendo. Están en la calle, a la vista de todos, todo el día, todo el tiempo. Y las pocas reacciones que han generado de quienes transitan por este sector, han sido negativas. «Váyanse a trabajar», «viejos vagos», es, a lo mucho, lo que han podido conseguir si de algún impacto se quiere hablar.
-La indiferencia con nosotros es total. Nadie viene ni siquiera a darnos una palabra de apoyo, comenta uno de los declarados en huelga de hambre en pleno corazón de Quito, en las calles 9 de Octubre y Jorge Washington.
-Nos ven como a los perros. Cruzan de vereda y pasan de largo, complementa la única mujer de este grupo que radicalizó su coraje dejando de comer. Tiene 69 años.
Son ex empleados del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social, casi todos de ciudades de la costa, especialmente de Guayaquil, que se cansaron de reclamar por las buenas. Ahora es por las malas, pero a costillas de su propia salud. No son muchos los que permanecen bajo carpas donadas por el Municipio capitalino, ubicadas justo en la vereda del edificio del IESS conocido como la Zarzuela, en donde despacha la máxima autoridad de la Seguridad Social del Ecuador, Richard Espinoza. La intención: ser una especie de conciencia que no deja dormir por la culpa que se carga a cuestas. Pero, al parecer, Espinoza continúa durmiendo muy bien.
Quienes no duermen bien, son los huelguistas. Ellos decidieron, en plenas fiestas de Quito, el 6 de diciembre, instalarse aquí y no salir hasta que su reclamo sea plenamente atendido: sus liquidaciones completas por despido intempestivo. Es un caso viejo, bastante viejo, que viene desde 2001 y que no ha sido resuelto a satisfacción de ellos ni por los gobiernos de la larga noche neoliberal ni por la larga revolución ciudadana.
Representan a 342 ex empleados, pero los que se sacrifican por todos no llegan a diez. Tres de ellos, declarados en huelga de hambre desde aquel 6 de diciembre. Son 58 días en total, hasta el 1 de febrero. Pero en el día, a la gente que cruza por aquí parece no importarle protesta tan radical. El sector da de todo: desde burócratas, trabajadores privados, informales. Por la noche, se quedan prácticamente solos, en un sector por donde comienzan a pulular prostitutas. Y es peligroso hasta salir por la madrugada a ocupar la batería sanitaria que el mismo municipio les colocó a un lado de las carpas. Prefieren aguantarse. El frío y el temor pueden más.
UNA HERMANDAD DE GOLPES DUROS
Aquí todos tienen historias que contar. Desde el presidente del Comité de Huelga, Alex Jaén, un hombre que aún es joven y que se encarga de dar los detalles del tortuoso camino que han atravesado, en lo jurídico, desde sus despidos. Él es quien cuenta los fallos a favor que han tenido y los que han salido en contra, también. Porque la justicia ecuatoriana es así, se contradice a sí misma, siempre. Un juez les da la razón y viene otro y se las quita. El Derecho no es derecho aquí, dice Jaén, hablando de una seguridad jurídica que él no conoce.
Y Jaén también es el encargado de presentar a sus compañeros de lucha, a simple vista mayores que él. El primero que habla es David Sánchez, de 56 años, quien fue conserje en el hospital Teodoro Maldonado Carbo, al sur de Guayaquil, durante nueve años, hasta que lo echaron. A Sánchez, como a todos, no le quedó más remedio que ganarse la vida como pueda. Lo mejor que encontró fue alquilar un taxi y ser taxista durante 6 años.
-Me asaltaron quince veces.
Lo dice con una naturalidad que convencería a cualquiera que eso es lo normal en Guayaquil. El pan de cada día.
Una de esas veces, la pasó muy mal. «Me paran dos chicos, jóvenes ellos, y me contratan para una carrera de dos dólares. Al llegar, en el suburbio, me atacan. Me ponen un cuchillo en el cuello y me piden todo el dinero. Yo no tenía, porque recién había dejado en la casa la plata del día. Eran las diez de la noche. Y del coraje porque no tenía, me acuchillaron. Aquí está la cicatriz». Y la enseña, como si fuese una herida de guerra.
De manera que el delito lo animó a dejar el taxi. Y a aprender otra cosa, técnicas para reparar refrigeradoras. De eso vive, o vivía, hasta el 6 de diciembre, cuando decidió dejarlo todo -incluso a su hija de 13 años discapacitada- para entrar de lleno a la huelga. No come y eso lo descompensó al punto que fue a parar al hospital. A uno del Ministerio, no del IESS, porque nunca alcanzó a jubilarse. Sánchez luce flaco y es la consecuencia lógica de apenas tomar dos consomés de pollo al día.
EL DRAMA DE LA ESQUIZOFRENIA
La única mujer en huelga de hambre es Ana Naveda Gómez de 69, quiteña, pero residente en Guayaquil desde hace décadas. Ella estuvo 24 años en el IESS, en el área de Control de Prestaciones. Hacía oficina en la Caja del Seguro, en la avenida Olmedo, hasta que le agradecieron por sus servicios sin ninguna explicación.
Ana tiene su casa en la urbanización El Dorado, en Durán. Y el mayor drama de su vida no es cobrar lo que el Estado no le quiere pagar.
-Mi hija tiene esquizofrenia con paranoia. Fue diagnosticada a los 18 años y ahora tiene 44. Han sido 26 años de sufrimiento. ¿Usted sabe lo que es tener una hija con esta enfermedad?
Aquí nadie ha vivido esa experiencia. Y Ana Naveda lo ha vivido sola, porque en su casa son apenas las dos. Madre e hija. El padre se fue cuando la ex empleada del IESS tenía 27 años y dos niñas. La otra no se interesa ni por su madre ni por su hermana. Así que la cruz solo tiene una cargadora.
-Los remedios para esta enfermedad son muy caros. Y ahora han subido mucho más de precio. Una ampolla que antes costaba 4 dólares, ahora cuesta 26. ¿De dónde saco ese dinero?, pregunta al aire. Y ella mismo se responde: trabajando duro, vendiendo cosas. Yo tejo y lo hago bien. Hago pasamontañas, bufandas. Para comprarle las mejores medicinas a mi hija. Las que le daban en el psiquiátrico la traían mal, como ida, con la mirada perdida, babeando. ¡Qué doloroso es ver a un hijo suyo, que era normal, en esas condiciones! Solo entonces, Ana se quiebra.
En Guayaquil, el psiquiátrico Lorenzo Ponce es el punto de auxilio más concurrido para estos casos. Pero cuesta el tratamiento. Y cuesta más la hospitalización. Por eso, ahora que Ana ha decidido venir a Quito para jugársela por el todo, su hija quedó sola. Encerrada. Con la puerta con llave.
-No puedo dejar que ella salga a la calle. Pero le dejo comida, como para un mes y ella se cocina. Si se le acaba, alguien que me ayuda, le lleva más comida. Pero no sale. Bueno, sale al patio, por la luz y el sol.
No quería dejarla sola y trajo a su hija a Quito, a la huelga, durante quince días. Pero su condición de salud no daba para estas condiciones extremas. Lo mejor era que regrese a Durán, así no tenga compañía, dice su madre.
-El caso de mi hija es grave. Escucha voces. Una vez me dijo que una voz le había ordenado que me mate con un cuchillo y que debía cumplir la orden. Imagine el miedo al dormir. Me amarraba una almohada al cuerpo, por si acaso en la madrugada entre a mi cuarto para matarme, que le dé a la almohada. Que angustia esas noches.
Al igual que sus demás compañeros, lo que ella reclama no lo quiere para ella. Lo quiere para su hija, para su tratamiento, para que intente llevar una vida normal.
LA RESPUESTA OFICIAL
En el grupo también está el manabita Oswaldo Moreira, de 67 años, que trabajó en el IESS del cantón El Carmen como bodeguero y chofer. Porque si en algo coinciden estos reclamantes, es que todos son de rangos bajos, tropa que se califican ellos mismos. Nada de jefes o puestos superiores. Moreira padece de parkinson y por eso ya no puede trabajar de taxista, con lo que se defendía. Le venían ataques nerviosos y olvidaba las calles. No ubicaba direcciones, se perdía en el pequeño cantón.
De este grupo participa Teresa Montoya, quien tiene 4 hernias y artrosis. Camina con dificultad, apoyada en un bastón y aún así es la más risueña. También es la más religiosa. Habla de dios con una fe que contagia al resto y en su creencia sostiene su esperanza: «Al final nos van a pagar. Estoy segurísima. Y será obra de Dios».
Del lado oficial, de las autoridades, ya tuvieron su respuesta, que los huelguistas no aceptan. Esa respuesta está colgada en un cartel que pende de la pared del edificio, a la altura del cuarto piso, con un mensaje dirigido a ellos:
«Nadie está por encima de la ley. El caso de los extrabajadores del IESS ya tiene sentencia de la Corte Constitucional», reza el letrero que parece hecho al apuro.
Un simple letrero de respuesta que apunta al aire. Como que si estas personas, que están abajo, todos los días, todas las horas, fuesen invisibles.