A Licho le pueden faltar muchas cosas, pero le sobran las sonrisas. Le falta, para empezar, dinero para mejorar la imagen de su circo. Porque, Licho o Juan Suárez, es un dueño de circo, en medio de su pobreza. Un auténtico dueño de circo. No como el ex ministro de Deportes que, para jactarse de su poder, se calificaba como tal solo para dejar al resto de sus subalternos como unos payasos. Como si eso fuese una ofensa.
En el circo de Suárez -el circo de los hermanos Suárez- no hay espacio ni tiempo para sentirse ofendidos con lo que hacen. Por una sencilla razón: aquí todos dicen amar lo que hacen. Tal vez porque, para algunos, incluido el protagonista de esta historia, este ha sido el único mundo que han conocido. O tal vez, para otros, porque sí conocieron los otros mundos, las otras esferas de la existencia y, por sensatez, decidieron instalar sus vidas bajo una carpa. La carpa que, en cierto modo, los protege de la vida real.
No son muchos los artistas de esta empresa. En total, 10. Siete son miembros de una familia y tres, particulares. Eso, por ahora, que son los malos tiempos. En los buenos, el show demandaba hasta 30 voluntades para sacar gestos de asombro y carcajadas de un público ávido por escapar de sus propias circunstancias. Porque el circo era eso, un escape a la fantasía. Dicho por quienes hacen del equilibrio en una cuerda, un verdadero arte.
En las polvorientas calles del recinto Puerto Inca, en la provincia del Guayas, está instalado el circo de Licho, de quien su hijo Carlos Suárez está completamente orgulloso por su tenacidad en este oficio, del que vive desde 1981. O sobrevive, sería más apropiado. En la misma época en la que llega a Quito el afamado Circo del Sol y los boletos de hasta USD 200 son peleados, en el circo de Suárez, nadie hace fila en la boletería para pujar por un boleto que cuesta un dólar. Son los extremos, que lucen a injusticias, con actores de un mismo libreto. Porque en ambos escenarios suena la música, se abre un telón, desfilan artistas y se juegan lo que tienen para que los que pagaron 200 o un dólar, salgan satisfechos. Y recomienden el show.
Claro, hay diferencias. Como todo en la vida. En las calles de Puerto Inca lo que se escucha a través de un megáfono instalado en un carro viejo, es la invitación a ver a los dobles, los idénticos del dúo Pimpinela, los hermanos argentinos que casi ya no suenan en la radio. Se invita a ver actos de equilibrismo en la cuerda floja. Y se invita a reír con los payasos.
Ese martes por la noche, terminaba un largo feriado de cuatro días y el panorama no era muy alentador para la función. ¿Cuántos espectadores deberían animarse para solventar económicamente el espectáculo? 120 personas en promedio, es la respuesta que dan los dueños del show. Pero nada hacía presagiar que esa cantidad siquiera se acerque a la realidad.
No siempre fue así. Hubo los tiempos de esplendor. Y Licho recuerda perfectamente, los elementos con los que contaba para cautivar cada pueblo al que llegaba: los animales. La decisión de prohibir su uso en los circos, dice él, fue casi una puñalada mortal. Recuerda que fue tan injusto que le quiten a sus dos leones, que cuando fueron trasladados a un zoológico en Chongón, la hembra murió a los pocos meses. De estas fieras, le quedan solo recuerdos, algunos no tan gratos, como cuando, igual que cantaba Roberto Carlos, el león se salió de su jaula, en Puerto Bolívar. No pasó nada grave, en realidad. Porque los circenses reconocen que a los felinos les arrancaban sus garras, para efectos de que nadie salga lastimado. Aún así, aquí insisten que el trato que les daban a sus animales era cercano, cariñoso, eran parte de su familia.
Eso por un lado. Por el otro, está la tecnología. Los chicos de hoy ya no sueñan con ir al circo, porque la tecnología ha matado, en cierta manera, la inocencia. Suárez no sabe quien fue Steve Jobs, pero es un eterno resentido con él, con los smartphones que inventó, con las tabletas que ahora captan la mayor atención del que antes fue su público fiel y ahora es únicamente un visitante esporádico.
A tal punto ha llegado la situación de emergencia, que traicionando sus principios, han tenido que recurrir a una boya de salvación, que no es de su agrado: los denominados talentos de televisión. No quedaba otra. Ahora ellos son los famosos y los circos se han subordinado a una imagen conocida, que pueda atraer.
Y ni así se rinde. Aquí, bajo esta maltrecha carpa, nadie se rinde. Todo está organizado bajo el mando del dueño del circo, un comandante en jefe de las fuerzas circenses, que aplica un socialismo de guerra -repartir a todos la pobreza por igual- que en nada busca parecerse al socialismo descrito en la Rebelión de la Granja, en donde siempre las cúpulas sacaban la mejor tajada.
-¿Y sabe por qué no me rindo? Porque esta es la profesión más bella que existe. Porque somos artistas. Y somos libres.