Fiestas de Yaguachi. ¿Cuántas infidelidades se han cometido en su nombre? Eso nadie lo sabrá. Como nadie habrá contado los romances que resultaron hasta la muerte y que nacieron en las cabañas improvisadas de baile, que pululan hasta en la esquina más alejada de este pequeño cantón del Guayas, que se puede vanagloriar de tener las fiestas populares más intensas de la provincia.
Qué intensidad. La gente que llega hasta Yaguachi, en agosto, lo hace preparada para todo. Especialmente, bailar, beber y comer. Y después, a ojo de buen cubero y viendo la mediana asistencia a la basílica de San Jacinto, a rezar. Esto es solo una percepción antojadiza con la que cualquier recién llegado a la ciudad del ferrocarril puede o no coincidir.
Aquí es cuestión de creer lo que uno quiere creer. Si se tiene fe, desde este rincón pueden nacer milagros por el módico precio de un dólar. Hay sahumerios que lo consiguen, en cualquier aspecto: hay uno, color naranja, para la pareja que se fue, otro rojo para atraer el dinero, uno amarillo para darle fortuna al negocio nuevo. Solo se enciende la especia, se esparce su humo y toca esperar los resultados. Con fe, por supuesto.
Esta puede ser la competencia más cercana que tiene San Jacinto, el patrono polaco que evangelizó en Kiev, la hoy convulsionada capital de Ucrania, y que caminó por el mar huyendo de las invasiones tártaras que liquidaron su misión, allá por el siglo XIII. Pues la veneración a Jacek -su nombre original- llegó a este punto de Ecuador, gracias un comerciante español que le rezaba a diario, oraciones que se inspiraban en un lienzo que trajo de Europa. Cuenta la leyenda que ese lienzo amanecía, misteriosamente, colgado en un árbol de pechiche. Esta historia se volvió tan fuerte, que en el mismo lugar del famoso árbol se empezó a construir la iglesia del santo, que siglos después ya es una basílica menor, declarada por otro santo, también polaco, Juan Pablo II.
Y algunos insisten en Yaguachi que San Jacinto hace milagros, aunque ninguno conste como tal en los archivos del Vaticano. No hace falta. Igual vienen católicos, noveleros y hasta incrédulos a conocer una iglesia que sorprende por su arquitectura, interior, amplitud y unas bonitas pinturas religiosas. No son la mayoría. Una inmensa parte de visitantes, muy jóvenes, ni sabe quien es San Jacinto y no parece importarles. Otros, más viejos, tal vez se cansaron de ponerle velas. El hecho es que las horas de farra parecen haber superado, hace rato, a los minutos de fe.
Sí que hay farra en Yaguachi. Una casa, una calle, una vereda, un terreno baldío, terminan convertidos en discotecas, tan ambulantes como los vendedores de dulces que no pierden su clientela fiel. Y sí que corren ríos de cerveza en estas cuadras, la bebida más popular del Ecuador. Hay estímulos para eso: si se compran cuatro cervezas grandes a la vez, de regalo viene una pulsera. Hay estímulos para bailar: chicas jóvenes con cacheteros se mueven en las tarimas con no mucha coordinación. La combinación de la cerveza con la música estridente resulta, al comienzo, en bailes sueltos y ligeros de los farreros, pero ya en la madrugada, pareciera que el sonido de la chicha y el merengue sonaran como bolero, a decir de la cercanía con la que se rozan las parejas a esas horas.
El encanto de estas fiestas depende de como se lo quiera ver. Pero su vigencia sigue siendo indiscutible.