En las calles de Manhattan se huele a marihuana, bastante, en cualquier calle, porque desde hace más de dos años es libre su venta para fines recreativos. Pero en las mismas calles ahora también se huele a olores característicos del Ecuador, de sus frutas, que son ofrecidas por los inmigrantes recién llegados. Las vendedoras de mangos picados abundan en zonas como la mundialmente conocida y visitada Times Square. Una oportunidad que ni en Ecuador tuvieron. Esta solo es la primera cara que presentamos de esta nueva ola migratoria -la segunda desde el 2000- que vive nuestro país.
Marlon Puertas
La ecuatoriana Luisa lleva el ritmo neoyorquino en sus pies. Camina rápido, va siempre apurada y en el ajetreo y aglomeraciones propias de las principales calles de Manhattan, repite también los consabidos «Sorry» y «Excuse me», cuando roza el cuerpo de alguien de los tantos que se cruzan a medio camino. Se dice roce, pero en realidad a veces puede resultar hasta un golpe. Ya se verá porqué. Para ella, como para todos en la Gran Manzana, el «time is money», por lo que si no es para hablar de negocios, ella no detiene su camino.
Luisa no va a concretar negocios en Wall Street. Ella se dirige en su carreta, a un tipo de negocio diferente, vender mango picados en fundas de $5 a Times Square. Mangos y otras frutas, por casualidad de origen tan ecuatorianas como ella. Y la respuesta de los clientes, estadounidenses o no, es buena. A diario vacía todo el producto de su carreta, lo que representa un mínimo de $200 en ventas. No suena nada mal, pero en una ciudad como Nueva York, considerada por casi todos los especialistas en la materia como una de las ciudades más caras del mundo, eso es poco. No alcanza para casi nada, sino para sobrevivir.
La primera meta en Nueva York es precisamente esa: sobrevivir.
Y así sobreviven Luisa, Andrea, María, Dolores, Manuela, a quienes se ve recorriendo los hormigueros humanos que son las avenidas o en las paradas de los Metros. También van en buses, en los que cruzan desde Estados vecinos como Nueva Jersey. ¿Cuántos son? Bastantes, pero dar una cifra exacta de los informales siempre ha resultado una misión imposible.
¿Usted sabe que esto no podría estar haciendo en Quito o en Guayaquil? Allí los alcaldes Pabel Muñoz o Aquiles Álvarez ordenarían su desalojo, sin dudar, es la pregunta obligada para María, quien partió de una ciudad de la Sierra que no quiso identificar y ahora está vendiendo fruta cortada en Times Square.
–Qué voy a poder vender allá, eso sería imposible. Hasta las cosas nos roban, responde con sinceridad.
En eso coincide Andrea, quien partió en abril desde Cuenca, por tierra, cruzando a Colombia, pasando el Darién, llegando a Panamá, siguiendo a Costa Rica, a Nicaragua, a Honduras, Guatemala y México. Y ahora vende frutas en vaso a $5 en la parada Roosevelt del Metro, en el corazón de Queens.
Ella tiene 26 años y un pequeño de ocho, que se ha convertido ahora en la principal causa para mantenerse en Estados Unidos, si es posible, para siempre. Y la razón fundamental es que el niño ya asiste a la escuela y la calidad de la educación estadounidense es algo que Andrea valora profundamente: «Esa escuela no se la cambio por nada a mi niño y solo por eso ya vale la pena quedarse por acá», es su razonamiento repleto de lógica.
Todo pasa porque aquí es una obligación general de los padres y del Estado de que todos los niños tienen que asistir obligatoriamente -sí o sí- a la escuela, sin importar su condición migratoria o la de sus padres. Por eso ha llamado particularmente la atención en Nueva York los niños ecuatorianos que están en las calles vendiendo cualquier cosa, empujados por sus padres. Esos casos que se han visto, en seguida se han reportado y desde entonces los inmigrantes han tomado sus precauciones.
Una característica de los vendedores de mangos es que casi todos son recién llegados. En este 2023, por ejemplo, sea a inicios de año, a mediados o incluso hasta hace apenas un par de meses. La segunda característica es que la gran mayoría son mujeres. Raro es encontrarse con un hombre haciendo este oficio. Y la tercera, es que todas llegaron sin papeles, algunas sin pasaporte siquiera y cruzaron la frontera de México, a pie, para posteriormente entregarse a la Policía estadounidense, soportar una detención por un tiempo y finalmente poder ingresar a su tierra prometida.
Tal vez haya una cuarta circunstancia que une a la mayoría de casos: tenían algún familiar en Estados Unidos, que estaba dispuesto a darles una mano, la primera, tal vez la más importante en estas duras circunstancias.
Las demás condiciones son las mismas que existen para vidas acostumbradas a la dureza del camino y a prácticamente ninguna comodidad. Así que vivir apretados, en cuartos pequeños, baños compartidos, tomar largas distancias para llegar a los puntos precisos para las ventas y tener jornadas extensas de trabajo, de pie, sin descanso alguno, se han vuelto simples gajes del oficio. Que todos aquí están dispuestos a asumir. This is life.
Como se asume, aunque no de tan buena gana, ese viejo y criollo adagio de que ecuatoriano come ecuatoriano. Es verdad, relata Andrea. Tanto es así que ella está sorprendida que ni los Policías la molestan ni intentan desalojarla de su punto de venta ambulante, pero sí ha tenido denuncias y pedidos puntuales para que la saquen, hechos por otros ecuatorianos. Incluso en alguna ocasión fue golpeada, con la intención de amedrentarla y conseguir que abandone su esquina estratégica. «Imagínese, aquí ni los gringos joden, pero viene otro ecuatoriano a querer que uno se vaya».Pero Andrea no se dejó amilanar. Ahora ella se juntó al negocio de su madre que vende dulces y bebidas y ya entre las dos hacen fuerza para no dejarse intimidar más.
Fotos de Sara Puertas