De cómo una periodista de cepa cuenta su propia historia frente al cáncer de tiroides, que ha tenido un desenlace positivo por la cadena de buenas acciones que recibió. Solo fue la consecuencia lógica de lo que Mariana Romero siempre ha hecho: contagiar sus ganas de vivir a todo el que se encuentra en su camino.
Por Mariana Romero Fiallos
Simplemente ocurrió. Había quedado tan cansada después del COVID, que entristecida me miraba en el espejo que reflejaba un rostro de ojos hundidos, circundados por negras ojeras heredadas de mi padre, mismas que nunca me han inquietado. Pero ahora, habían oscurecido aún más. Como si no hubiera dormido desde que me enfermara. Para ser sincera, era como si el espejo me gritara “eres un mapache”. Le transmití mi inquietud al Doctor Jorge Bucaram, quien ordenó un eco de corazón y radiografía de pulmones. Corazón de niña, dijo el cardiólogo venezolano que me hizo la prueba. Pulmones perfectos. Y entonces: ¿qué era lo que me atormentaba por dentro y me ocasionaba esa marcada, inexplicable fatiga? Jorge Bucaram tampoco lo entendía, y al mostrarle los resultados, con la minuciosidad de su profesionalismo, exclamó: “Todo está bien, pero para completar el chequeo, déjame pasarte la máquina por el cuello para ver cómo está tu tiroides”.
El eco portátil lo dejó en silencio unos segundos.
”Aquí hay un nódulo. Mira Lena, yo sugiero una biopsia para descartar cualquier sorpresa mayor». Así, fui a dar al consultorio de la doctora Betty Salazar, especialista de Solca, quien me miraba con mucha atención y sorprendida de mi serenidad. “Aquí veo un nódulo oscuro y unas calcificaciones”, dijo. Y yo añadí:“si es maluco, me lo sacaré (aunque mi interior me anunciaba que no pasaría nada malo), pues siempre he sido salvada por la campana de la buena suerte. El resultado del examen estaría listo en siete días. Y llegó el día 8. La respuesta no me fue entregada, sino enviada al doctor Bucaram, quien me citó en el Hospital Luis Vernaza y me dio la noticia.
Dijo que lo mío era cáncer, del tipo más suave y que viviría muchos años. Debo confesar que lloré mucho ese momento y en un impulso, me abracé al doctor y dije ¿por qué a mí? Minutos más tarde llegaría mi hermana de Estados Unidos, quien había viajado para preparar la reunión por el cumpleaños de mi madre. Pero yo no sentía emoción. De pronto se me había nublado el futuro y me había quedado en blanco. No podía pensar en nada más que en el desdichado diagnóstico. Había descendido en un limbo de frialdad. Dos días más tarde, decidí reunirme con la mujer más positiva que mis ojos han conocido, Gisella Raymond, ex compañera de Vistazo y amiga muy querida, para que me contara de primera mano, su experiencia personal con el cáncer y cómo había hecho ella para enfrentar al demonio vestido de tumor que ahora estaba colado en mi humanidad. Gisella es una guerrera victoriosa en la lucha contra el cáncer de seno. Ella calmó mis temores. Le manifesté que cómo iba a ir a Solca, si ni siquiera conocía por donde entrar a ese gigantesco hospital y me dijo: “Querida, don Ernesto Burbano de Lara, es el gerente general. No te angusties, él no te va a desamparar (es el esposo de nuestra EX JEFA DE VISTAZO). Cuando la doctora Patricia se entere, vas a ver que todo se facilita”. Y así, exactamente, fue como ocurrió. Inmediatamente, mi antigua jefa tuvo incluso la gentileza de conseguirme la primera cita con el doctor Roldós.
Estaba yo tan nerviosa ese día, que no dejaba de mirar a la gente. Me parecía mentira que engrosara las filas de los pacientes de ese hospital al que siempre vi tan lejano. Y cuando leí mi nombre en la pantalla de la antesala, confieso que me impresioné. Pero entré a la consulta y tuve que responder a preguntas sobre edad de la primera menstruación y de la primera relación sexual, a lo que mi amiga Elena, que me acompañaba sonrió, a lo mejor pensando que yo no recordaría el dato. Respondí, 19 años, porque eso nunca se olvida. Durante todo un mes se produjeron citas y más citas para exámenes previos y yo me preguntaba, desde hace cuánto tiempo tendría esta enfermedad que no había sido descubierta a no ser por la falta de energía y la abrupta caída de mi cabello.
Hasta que llegó el día en que conocí a quien me operaría. El que iba a abrir mi cuello. Un médico mal genio, el Doctor Holwin Solórzano. Mi primera impresión fue que iba a pedir que me lo cambiaran, pues dado su carácter, no me había simpatizado en absoluto. Mas, la vida se encarga de poner las cosas en su lugar. Y si ella me había plantado a este médico en el camino, por algo sería. Y no lo vi hasta el día de la operación. Me mandó a bajar 10 libras de peso, advirtiéndome que dejara las lágrimas que me rodaron ese momento, porque a él le gustaban las personas con actitud. Por supuesto que él no me conocía de nada. Mi ex jefa, la doctora Patricia Estupiñán de Burbano, seguía mi trajinar en el hospital. Ella es un poco reservada en cuanto a sus opiniones y me decía “Haz caso, gorda, a lo que te dicen los médicos”. Pero a mí, cada vez que iba al hospital, me agarraba la tembladera. Sentía esa angustia de ver a tanta gente luchando por su salud. Las mujeres se movían en los pasillos con sus graciosos turbantes. De manera que yo también encargué tres…. solamente por si acaso.
Un buen día me crucé a la acera de enfrente a comprarme una humita y me senté en un cafetín, frente a la puerta principal. Una señora lloraba desconsoladamente frente a mí. Me acerqué y la abracé. Ella se sorprendió, pero aceptó mi acercamiento. Empezamos a charlar. Me dijo que se llamaba Ivonne y que cuidaba de su esposo desahuciado. No había dormido en toda la noche, así es que unimos nuestras tragedias, nos contamos un resumen de nuestras vidas y desayunamos juntas. Ella me alentó a que enfrentara al toro por los cuernos. Yo hice igual. Nos unimos tanto, que luego de una hora de confesiones, cruzamos la calle agarradas del brazo como si nos conociéramos de toda la vida, hasta que ella me embarcó en un taxi. Ese era mi nuevo mundo, la realidad que desde ese momento, estaba viviendo.
Poco a poco me fui sacudiendo de la tristeza, le fui perdiendo el miedo al hospital y enfrenté la realidad con mucha calma. Creo que después de los 60, la vida nos convierte en sabios. El primero de septiembre era el día señalado para sacar de mi cuerpo esa plaga que ponía mi vida en riesgo. Nunca tuve síntomas obvios, ninguna molestia, pero el doctor Solórzano sintió la masa desde el momento en que auscultó. Bucaram dijo que en dos meses me había crecido un poco el nódulo, mismo que yo atribuía al grosor de mi cuello. Durante ese tiempo de preparación, mandé a ver pijamas de Estados Unidos para ir guapa al hospital, pero no me sirvieron de nada, pues todas las pacientes teníamos que entrar con una bolsita negra (de las que usamos para la basura) que contenía lo básico y debíamos usar siempre las batas del hospital. La vanidad pues, quedaba a un lado. Todo el mundo andaba uniformado, aunque a mí no me cerraba la pseudo pijama, al punto que un pecho saltaba al exterior entre curioso y asustado. Pero las enfermeras están entrenadas para esos avatares y me colocaron una bata quirúrgica con una abertura en el frente y otra en la espalda. Y así quedé cubierta. “Adentro se la quitarán, pero usted, no lo notará”. Llegué al preoperatorio llena de mucho temor y con 12 horas de ayuno. El azúcar no me había bajado todo lo que necesitaba, pero la larga antesala hizo su efecto.
Éramos cinco pacientes esperando nuestro turno. Los que no teníamos dolor, nos permitimos una charla esperanzadora para irnos conociendo y así formamos el grupo “los enfermitos”, entre los que estaba una joven señora de Ecuavisa, Heidy Villena, con la que simpaticé enseguida. En la vida he tenido la suerte de hacer amigos fácilmente e identificarme con sus anhelos, con sus luchas. Esta vez no fue diferente. En medio de la aprehensión, reímos mucho para bajar tensiones. Fue exactamente diez para la una de la tarde cuando escuché “Marianita Romero Fiallos”. Y entré al quirófano con lagrimones que chorreaban sin parar por mis pálidas mejillas. Tenía miedo de no despertar. Los médicos y ayudantes, todos varones, me trataron con mucho cariño. “No hay riesgo. Su presión es perfecta”. Mas yo temblaba pensando en que no iba a resistir. Y cuando ya estaba en la camilla, con el cuello casi colgado para atrás, vi el rostro del doctor Solórzano. “Tranquila, todo saldrá bien”. “Si sobrevivo Doc, no me deje una cicatriz tan fea“ y él, solamente sonrió. “Lo importante es que usted va a vivir y que la cicatriz se irá con el tiempo”. Era 1:04 pm cuando una joven me dijo. “Voy a adormecerla en este momento, piense en algo bonito”. Pensé en mi hija y en mis nietos… Y no recuerdo más.
Cuando desperté, luego de 4 horas, un médico joven me dijo “ya todo pasó, descanse, que a las 8 la llevamos a la habitación”.
La sorpresa me la llevaría al conocer a mis tres compañeras, cada una con una reacción diferente. Frente a mí, una joven madre de 30 años, sometida a la misma tiroidectomía que yo. No podía hablar. En diagonal, una señora con mucho dolor que gritaba pidiendo que le aplicaran morfina. Su doctor, de apellido Cordero, entró, la acarició con real afecto y le dijo: “no te pude sacar el tumor porque estaba tan enraizado que hubiese tenido que cortarte la pierna. Hemos limpiado lo más que pudimos. Después te explicaré porqué lo hice”. Los lamentos de la señora, ver ese sufrimiento en directo como nunca antes, me pusieron a rezar. Luego del efecto de la morfina, la señora volvió a caer en un sueño profundo. Y junto a mí una joven señora del campo, quién a la dos de la mañana, me sorprendió con su celular en altoparlante y del cual salían unos alaridos enormes. Estaba desde el teléfono dirigiendo el parto de su puerquita. Yo no salía del asombro. Ella le decía a su esposo desde la cama del hospital, cómo debía actuar en ese parto. Y cómo aplicar la inyección para que la marrana no sufriera. Él contestaba “ya salieron 6” y ella agregó “Ayúdala, que una mano fina le extraiga los que faltan, sin dañar las entrañas del animalito”. Y la saludaban los presentes, el compadre, el veterinario en ese alumbramiento, mientras la señora, luchaba por su vida.
Y así amanecí dispuesta a vivir los mejores días del resto de mi vida. Ya que esta situación no solo abriría mi cuello, sino también los ojos a la realidad: Llegamos y nos vamos solos. No había parientes. Era Marianita, sola ante el destino. El doctor llegaba a la visita a las 8 y yo ya estaba lavándome los dientes, y había sido bañada por un enfermero de nombre Jesús. Mi amiga Elena Rodríguez, mi representante registrada en días atrás, había protestado en recepción, porque desde las 7 de la mañana, hora de ingreso, no había sabido nada de mí, hasta las 9 de la noche. Y llegó primero el médico ayudante del doctor Solórzano. “La veo muy bien, aunque debo confesarle que lo suyo fue bastante complicado. Le hicimos un vaciado total”, dijo. “Qué es eso doctor”? “Que le sacamos tiroides, nódulos, ganglios, para que nada se reproduzca en la zona”. Minutos después llegó el duro, el doctor Solórzano. “Bueno, no fue fácil Señora Romero” esta operación es de un par de horas, pero en usted me demoré 4, por eso es que conserva su voz y noto de acuerdo a sus cifras, una excelente evolución. Y yo “¿ya me puedo ir, doctorcito?” “La voy a dejar un día más para controlar su azúcar y como dijo el montubio, para “más mejor”. Me dio la mano y sin pensarlo dos veces se la besé y dije: “Gracias por salvarme”.
Sacarse la tiroides no es tan sencillo como proclaman. Queda una sensación de boca seca y al pasar el tiempo, todavía siento que me atraganto hasta con el agua. Los primeros días sentía mucho escalofrío y una sensación terrible en mi garganta. Pero todo se fue normalizando, porque puedo decir con alegría que estuve en las mejores manos y que ahora tengo una mirada agradecida a la vida. Veo el mundo de colores, aunque falta aún el yodo radioactivo que será un internamiento de cinco días en Solca y luego me aislaré en un hotel para no pasarle la radioactividad a nadie. ¿Qué me ha permitido esta enfermedad? Darme cuenta del cariño de mis amigas. Me tomé el mes de tregua que me dieron, para reunirme con varias de ellas. Junto a mi madre, mi hermana y mi hija, me transmitieron fortaleza para seguir insistiendo en mi destino. Ahora llevo esta herida de guerra que me recuerda que estoy viva y que eso, es lo más importante. Si la suerte me concedió esta última oportunidad, debe ser porque tengo alguna misión importante que todavía debo cumplir. La muerte, no me asusta. Estoy convencida de que todo lo que me está sucediendo, es una preparación para acercarme suavemente a ella.