—La tierra está muerta.
Esta sentencia la lanza un habitante de la selva virgen, que observa con perplejidad la devastación que ha dejado la industria petrolera en la localidad de Pacayacu, norte de la Amazonía ecuatoriana. Su nombre es Camilo Pauche y se ha unido a la delegación del pueblo waorani, de la provincia de Pastaza, que participa en una actividad reservada para extranjeros, académicos y periodistas: lo llaman el Toxic Tour o Tour tóxico.
Camilo cierra por un instante los ojos y siente la brisa de la selva, el bullicio de los animales del monte y la sombra de los majestuosos árboles que se conectan unos con otros a través de lianas que cuelgan de sus copas y frondosas raíces que sobresalen de la tierra. Eso para él es vida. Pero luego despierta para encontrarse con un panorama antagónico: escasos arbustos que no aplacan el sol abrasador, chimeneas humeantes, fosas repletas de desechos petroleros, aguas aceitosas, maleza, tierra muerta que no da frutos. Y el doloroso relato de colonos y miembros de las nacionalidades Siekopai, Siona y Cofán, que se aferran a la vida bajo esas condiciones.
El desconcierto de Camilo se repite en la mayoría de waoranis que acompañan el recorrido y que sobrepasan la docena. “Me da pena, me siento feo viendo a los compas que están sufriendo con aguas contaminadas. ¿Cómo van a volver a tomar otra vez? Para mí ya se perdió para siempre”, sostiene Carmen Nenquimo de Nemompare, una de las doce comunidades waos de Pastaza que se encuentran enclavadas en la selva y a las que solo es posible acceder por vía aérea o fluvial. Es la primera vez que Carmen se traslada a esa localidad y le pone significado a una palabra que no existe en su lengua ancestral: contaminación. “El agua vale, la vida vale, no vale el dinero”, comenta y añade que dirigentes waoranis han estado en contacto con petroleros que les piden permiso para entrar a su territorio a cambio de dádivas. “Dicen que es bueno, negociemos, vamos a dar motor, motosierra, negociemos con ellos. Pensábamos nosotros que era bueno. Pero viendo bien y pensando bien, no es bueno tener motosierras, motores, cualquier cosa pueden regalar pero la vida es lo que vale”.
Un paseo que los waoranis no quisieran repetir
Unas horas antes de unirse al Toxic Tour, las mujeres waoranis se reunieron para alistarse entre cantos para una jornada poco convencional. Vestidas con collares típicos y faldas tradicionales elaboradas con corteza de árbol e hilo de Chambira, se daban los últimos retoques pintándose el contorno de los ojos con capullos de semillas de achiote que previamente habían escupido para formar una pasta. Una muestra de elegancia y belleza en su cultura.
Una vez listas, se integran junto a los hombres waoranis a un grupo de siekopais, sionas y cofanes, que han llegado desde sus comunidades también ubicadas en la provincia de Sucumbíos, para acompañarlos en su misión de conocer los impactos de la explotación petrolera. Impactos que, sostienen, podrían enfrentar los waoranis si su territorio, comprendido dentro de lo que el gobierno denomina Bloque 22, es concesionado en la ronda suroriente que se realizará en los próximos meses.
El punto de reunión es la Finca Amisacho en Lago Agrio (Sucumbíos), sede de la Alianza Ceibo, una iniciativa joven que nació hace tres años y que fue impulsada por miembros de los pueblos Waorani, Siekopai, Siona y Cofán para trabajar por sus comunidades. Esta vez, apoyados por Amazon Frontlines, organización que comenzó como ClearWater dotando de sistemas de agua a las comunidades amazónicas, han planificado el llamado Toxic tour y una asamblea de comunidades que está por comenzar en Pacayacu.
“De donde yo vengo, es selva pura y antes de que las empresas extractivas, mineras y la deforestación nos vayan a pinchar, nosotros queremos defender”, le dijo a su gente Ene Nenquimo, coordinadora Waorani de la Alianza al inicio de la asamblea. Inmediatamente después se dirigió a los integrantes de los tres pueblos hermanos: “Ustedes son un ejemplo muy claro y queremos tomar esa fuerza de ustedes y poder luchar, poder mantener nuestro territorio vivo”. Las mujeres mayores wao, a quienes llaman en su lengua pikenanis, entonaron entonces un canto. “Venimos de lejos pero estamos reunidos como hermanos”, era la traducción del verso que repetían sin cesar.
Pacayacu es una parroquia del cantón Shushufindi, provincia de Sucumbíos, que agrupa dentro de un perímetro relativamente corto, los impactos visibles de la actividad petrolera. Se trata de un pueblo que adquirió notoriedad por la demanda que un grupo de pobladores interpuso contra la petrolera estatal Petroamazonas, y pese a que ganaron el juicio en todas las instancias de la justicia ordinaria, el fallo que ordenaba una reparación fue desestimado por la Corte Constitucional a pedido del gobierno del expresidente Rafael Correa. Sin embargo, desde hace un año, han retomado la pelea en la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Fue justamente en Pacayacu donde las delegaciones indígenas conocieron a Armando Naranjo y Sixto Martínez, procuradores del juicio contra Petroamazonas asentados en dicha localidad desde hace varias décadas. Ambos compartieron un pedacito de su historia y les dieron un mensaje al unísono: “No dejen a la compañía entrar a su territorio, así tengan que perder la vida defendiendo”. Naranjo contó que perdió toda la productividad de su finca y la salud de su familia tras varios derrames de petróleo ocurridos en 1988 y 1989, y que en lugar de remediar, la empresa estatal llegó con maquinaria a cubrir el desastre. “Me dijeron que las hormigas se iban a comer e iban a descontaminar el petróleo, pero treinta años después sigo viviendo con contaminación”, lamentó. Por su parte, Sixto Martínez recordó la muerte de su esposa de 36 años a causa de un cáncer que le atribuye al contacto con el crudo. “Quedé con seis niños pequeños y casi me muero yo”, rememoró. Martínez sostuvo que las afectaciones no solo han perdurado con el paso del tiempo, sino se han multiplicado.
Otro problema en Pacayacu, que reportó con anterioridad y que según la población no se soluciona, es la falta de agua apta para el consumo humano.“Nuestras familias están enfermas, la yuca se hace negra, la papaya se hace dura y nada de lo que se siembra sirve”, dijo Jenny España, quien también ha estado activa en la reclamación al Estado. España les explicó a los wao cómo operaban los depósitos de desechos en piscinas gigantes. “Tienen alrededor de cincuenta metros de largo por cuarenta metros de ancho y tres metros de profundidad. Todo lo que allá no les sirve (en referencia a la estación petrolera), le botan a las fincas de los colonos”, sostuvo y añadió que se encontraban sobre el Campo petrolero Suzuki.
El propio Programa de Reparación Ambiental y Social (PRAS) del Ministerio del Ambiente identifica a Pacayacu como una de las zonas más afectadas de la Amazonía. Es así que hasta 2017 registraba 530 fuentes de contaminación entre piscinas (128), fosas (272) y derrames (130). En esa línea, las parroquias Palma Roja y Limoncocha, pertenecientes a Sucumbíos, junto a Dayuma e Inés Arango de la provincia de Orellana, suman otros 1097 pasivos ambientales de acuerdo al PRAS. Todo como parte de la herencia de la explotación petrolera en el oriente del Ecuador, cuyo boom comenzó en los 70 de la mano de Texaco, y que permitió que el país sume hasta 2017 una producción acumulada que roza los 6000 millones de barriles según el Ministerio de Hidrocarburos, ahora Ministerio de Energía y Recursos No Renovables.
Según los últimos registros publicados, entre 2014 y 2016, la producción de hidrocarburos bordeó los 550 000 barriles diarios y los 200 millones al año. En cuanto a pozos petroleros perforados, según la Estadística Hidrocarburífera, hasta 2016 habían 5224 en el país. De ese número, 1660 se taladraron entre 2010 y 2016.
Nicolás Mainville de Amazon Frontlines hizo hincapié en que a partir de la construcción de vías, como consecuencia de la actividad petrolera, se han deforestado 650 000 hectáreas entre 1990 y 2015, y que la zona ubicada entre los ríos Napo y Aguarico es de las más afectadas.
Afortunadamente para los waos de Pastaza, aún no existe ningún pozo petrolero ni pasivo ambiental dentro de su territorio, ni vías terrestres que faciliten el acceso de invasores, madereros y cazadores. Aunque sí los atraviesa parte de los 13 500 kilómetros de trochas de exploración que se han hecho en la Amazonía ecuatoriana en busca de petróleo. La historia es distinta para los integrantes de las nacionalidades Siekopai, Siona y Cofan.
El legado del oro negro
Ecuador es el país de la cuenca amazónica con la mayor cantidad de bloques petroleros superpuestos sobre territorio de pueblos indígenas, según señala el informe Amazonía Bajo Presión de EcoCiencia y la RAISG. Aproximadamente un 68 %. Mientras que “los territorios Cofán, Siona y Secoya (Siekopai), porcentualmente son los que más presión tienen sobre su territorio, con el 100 % de la superficie de bloques petroleros en sus territorios bajo explotación”, señala. Esto sin mencionar la afectación que padecieron desde los años 70 con la era Texaco. Incluso varios integrantes de estas nacionalidades impulsaron un juicio en contra de la petrolera, que se fusionó con Chevron. La acusaron de derramar 71 millones de litros de residuos de petróleo y 64 millones de litros de crudo durante 26 años de operación en Sucumbíos y Orellana. Un litigio interminable que inició a comienzos de los 90 en Nueva York, que pasó a la Corte de Lago Agrio en Sucumbíos diez años después y que obtuvo una sentencia favorable en 2011 que obligaba a la empresa a pagar 9500 millones de dólares destinados a la reparación ambiental y social. Pero a falta de activos en Ecuador, los abogados de los afectados han interpuesto sin éxito demandas en países donde siguen operando como Argentina, Brasil y Canadá, para tratar de ejecutar el fallo.
Pero lo cierto es que han pasado más de dos décadas desde que Texaco dejó el país y los afectados han quedado “esperanzados en un juicio que nunca llegó a aterrizar la sentencia”, según menciona Adolfo Maldonado, de la organización Clínicas Ambientales, en un cortometraje que muestra el resultado de un estudio sobre las personas que conviven con pasivos ambientales en Sucumbíos y Orellana.
Maldonado explica que el trabajo se hizo a pedido de la Unión de Afectados por las Operaciones de Texaco (UDAPT) y contó con el apoyo de la organización suiza Central Sanitaria de Romana. Se encuestó familias colonas, que son las que viven más próximas a los pasivos ambientales, pero también a indígenas siekopais, sionas y cofanes. Entre las 1579 familias encuestadas, encontraron 479 personas que padecían de cáncer en 384 familias (24.3 %), es decir, que en una de cada cuatro familias hay al menos un enfermo de cáncer. Además hubo 65 familias donde se encontraron dos personas con cáncer y en 15 familias, se identificaron a tres miembros con este padecimiento. El tipo de cáncer más común identificado entre los colonos: útero, estómago, pulmón y mama. Mientras que en el caso de los pueblos encontraron cáncer de estómago, pulmón, útero, colon y piel.
El estudio también encontró que el 82 % de las familias dijo tener el agua contaminada. Pero el petroleo no es el único problema que en la actualidad enfrentan pueblos indígenas del norte de la Amazonía, como el Siekoapi. “Ahora la problemática más grande es la palma africana, que usa químicos que luego van a río Shushufindi”, comenta Jimmy Piguaje, un joven siekopai de 27 años y habitante de la comunidad Secoya Remolino. No sabe lo que es vivir como sus ancestros. Cuenta que hace mucho que su pueblo se convirtió en “una minoría étnica en Ecuador”, como él mismo se define, y su territorio quedó acorralado por petroleras y palmicultoras, en los años más recientes. Pero sabe por relatos de ancianos como Javier Piguaje, de la comunidad Waiya, que la contaminación comenzó a llegar en forma de derrames directos de petróleo sobre sus ríos y territorios, que les trajo muerte, escasez de alimentos y agua insalubre. El petróleo también les trajo divisiones internas, peleas, alcoholismo, drogadicción y prostitución, según menciona.
Otra de las nacionalidades marcadas por el petróleo es la Cofán. Sus jóvenes tampoco saben lo que es vivir en un bosque primario, y sus adultos, como Ermenegildo Criollo de 60 años, solo guardan en su memoría algunos destellos de lo que alguna vez fueron como pueblo. “Yo tenía 6 años y yo vi cuando llegó la compañía petrolera a esta zona. Era chiquito y después vi derrame de petróleo, vi agua de formación y bañaba en río contaminado… teníamos lagartos, capibaras, todo murió”, recuerda Criollo. Ya en su juventud, cuenta Criollo, el petróleo le dejó dos marcas imborrables, las muertes desus dos hijos de seis meses y tres años. El primero nació enfermo, porque según explica, el embarazo de su esposa se desarrolló en una época de muchos derrames de crudo. El segundo niño bebió agua contaminada durante un paseo al río y falleció pocas horas después. “Mi mensaje es no permitir ingreso de la compañía a la comunidad Waorani, porque ellos todavía no saben cómo se afecta cuando se contamina”, recalca el dirigente, que participó en el juicio contra Chevron-Texaco.
Mientras que en el caso del pueblo Siona del Cuyabeno, el veneno llegó en forma de agua de río contaminada. Alicia Salazar, integrante de la Alianza Ceibo y moradora de la comunidad Seoqueya, dentro de la Reserva de Producción Faunística Cuyabeno (Sucumbíos), cuenta que desde hace décadas sufren los estragos provocados por los derrames de crudo. “Ha habido derrames bien fuertes en el Cuyabeno, que todavía se reflejan cuando baja el nivel del agua. Los compañeros mueven y sale el crudo todavía, entonces se ven menos peces y las enfermedades también de la piel”.
Salazar hace mención al derrame ocurrido en 2006 en el pozo petrolero Cuyabeno 8, que afectó a miles de hectáreas de bosque húmedo de la reserva y dejó huellas que persisten más de diez años después. La justicia lo redujo al juzgamiento de un acto vandálico de un colono del sector.
Con este panorama y una alta división interna, pese a ser un pueblo pequeño que no supera las 500 personas del lado ecuatoriano, el futuro para los Sionas no es nada alentador. Alicia se ha internado en la selva virgen de Pastaza en compañía de sus compañeros Waoranis, y asegura que la diferencia con el Cuyabeno es abismal. “Yo lo que les digo es que ellos estén firmes, que cuiden su territorio, que es como una herencia que nos han dejado nuestros ancestros y creo que es un mandato de nosotros defenderlo”, insiste
Waoranis, una oportunidad heredada
Varios hombres waos de Pastaza llevaron al Toxic Tour un instrumento característico de su pasado guerrero: una lanza. Era su forma de ir preparados contra lo desconocido: pozos petroleros, piscinas de desechos, chimeneas que expulsan llamaradas, coguris (como le llaman a la gente de la ciudad). Iban con la misión de ponerle cara a sus temores para luego transmitirle a su gente lo que puede provocar el petróleo. Aunque todas las nacionalidades escuchan con atención los relatos de los colonos de Pacayacu, los waos parecían los más impactados. No todos hablaban castellano, por lo que Oswando Nenquimo (más conocido como Opi), traducía en todo momento a su lengua. Sobre todo por los pikenanis, abuelas y abuelos respetados por su sabiduría.
Así como Opi tradujo el mensaje de los colonos y los relatos del resto de nacionalidades, también sirvió para darle voz a los pikenanis. “Nosotros siempre hemos hecho la defensa de nuestro territorio, las ancianas y los ancianos. Tenemos todavía este presente para luchar y defender nuestro territorio, queremos dejar ese territorio sano a los jóvenes que vienen las futuras generaciones, queremos que vivan sin contaminación, sin daño de salud”, comentó Oswando sobre lo que intentaba decir una de las abuelas que acompañaban el recorrido.
“Nosotros los wao de Pastaza que estamos libres sin contaminación, estamos planteando como muy fuerte que debemos hacer dos cosas: ley lanza, y ley legal”, sostuvo Oswando Nenquimo, quien es además coordinador de la Alianza Ceibo. Advirtió que están trabajando en un mapeo de su territorio, para demostrar que sus tierras no son baldías sino que al contrario, tienen infinidad de recursos y ecosistemas frágiles. Y que también trabajan con un equipo legal para elaborar una defensa anticipada basándose en la jurisprudencia nacional e internacional.
Aunque los waoranis que viven en el bloque 22 no han experimentado la explotación petrolera de forma directa, no se puede decir lo mismo de otras comunidades waos que están ubicadas en sectores como el bloque 14, en la vecina provincia de Orellana y junto al Parque Nacional Yasuní, según comenta Alexandra Almeida, experta en el tema petrolero e integrante de la organización Acción Ecológica. Ella recibió hace unos meses un llamado del dirigente de la comunidad de Miwaguno, que se trasladó con una delegación a Quito para reclamar ante el Gobierno y la Asamblea por el abandono de la comunidad, después de que la empresa canadiense Encana dejó el país y fue reemplazada por la China PetroOriente. “Están rodeados de pozos petroleros, de contaminación, no tienen alimento, tampoco la petrolera les da mucho trabajo, no saben qué hacer”, lamentó la integrante de Acción Ecológica. “Es triste decirlo pero ellos pedían que regresen los canadienses, porque les daban más trabajo y les pagaban el doble por jornada ($25)”. Una muestra de cómo las petroleras reemplazan al Estado en los territorios y cómo las comunidades indígenas van perdiendo la relación con la selva, a criterio de Almeida.
*Este reportaje fue publicado originalmente en Mongabay Latam