Desde que Texaco concluyó sus operaciones en la Amazonía ecuatoriana en 1990, distintas cortes en el mundo han registrado acusaciones y alegatos sobre los daños ambientales y sociales pendientes de reparar en la zona intervenida por la petrolera. Batallas legales que se han convertido en un negocio redondo para bufetes de abogados y firmas de relaciones públicas, pero que en nada han cambiado la vida de miles de personas que se enfrentan a diario con una contaminación que no se quedó enterrada en el subsuelo. La Historia recorrió durante una semana el corazón de la zona afectada (y que ahora está en manos de la compañía estatal) para mostrar los rostros detrás del interminable juicio, de aquellos que después de veintitantos años siguen con las manos vacías.
La vida de Josefina Callapa está marcada con petróleo. Una marca que sigue doliendo, porque es imposible olvidar que su hija Lourdes de cinco años murió intoxicada luego de bañarse y beber de una poza. “Estaba llena de aceite como de petróleo, mezclado con agua”, cuenta la humilde mujer, que mantiene su memoria intacta treinta años después. Aún parece reprocharse por haber dejado a sus pequeños hijos al cuidado de la mayor, que entonces tenía 10 años. Pero ella y su esposo pasaban el día trabajando en una finca lejana. Fueron esas ausencias las que aprovechó la pequeña para refrescarse en el charco contaminado. Y una tarde, a su regreso a casa, la encontraron enferma e hinchada. Lo siguiente que recuerda Josefina es que un médico le aplastaba el abdomen para que vomite y Lourdes se desangraba por la nariz. Lo cuenta descalza, desde una casita de tablas en Yamanunka, una comunidad del cantón Shushufindi, provincia de Sucumbíos, donde también perdió a su esposo de 38 años, al que lo consumió una fiebre intensa “como de paludismo”.
A punta de machete, Josefina pudo mantener a sus otros siete hijos. Una vida de sufrimiento que parece no terminar. Nada sabe ella sobre el progreso que ha traído al Ecuador más de 40 años de explotación petrolera en esa tierra que habita y considera su hogar. Ahora solo clama por una cosa: “agua limpia”. Y la última de sus hijas, Virginia, interviene para desfogar su indignación y pedir que se sepa lo que allí padecen.
Rodeada de excrementos de petróleo, vive no muy lejos de allí Jéssica Isacha. Tiene 23 años, el mismo tiempo que ha tenido como sus vecinas más cercanas a unas rocas negras que emanan un olor penetrante a aceite quemado. Es petróleo petrificado, “de esas piscinas que dejó abierta la Texaco hace años”, aclara la joven que es madre de una niña de un año. A Jéssica, lo único que le inquieta un poco es saber que consumen agua de un pozo cavado a menos de 10 metros de los vestigios petroleros, “pero que se le va hacer si es la única forma de tomar agua”. El hedor ya ni lo siente ni le encuentra sentido a preguntar: hasta cuándo tendrá que soportar esa presencia.
La Historia le hizo la misma pregunta a los protagonistas de la más larga y costosa batalla judicial que se haya llevado en el Ecuador, y que ha traspasado fronteras. Un juicio motivado por esas piedras que son vecinas incómodas de Jéssica y esa poza infestada que le costó la vida a la hija de Josefina. Por la contaminación petrolera que le cambió la vida de miles de personas que siguen siendo afectadas hasta el día de hoy.
Pero esa respuesta nadie la tiene. Ni los que enjuiciaron a la desaparecida Texaco, hoy Chevron, acusándola de derramar 71 millones de litros de residuos de petróleo y 64 millones de litros de crudo en 26 años de operación en las provincias de Sucumbíos y Orellana.
Ni la enjuiciada Chevron, que de acusada pasó a acusadora, en un cambio de papeles que probablemente no le haga ningún bien a Jéssica ni a sus compañeros de contaminación. Tampoco lo tiene el gobierno del Ecuador, involucrado en el pleito en la última instancia. Menos la gente de la Amazonía, después de 22 años de juicios y cientos de millones de dólares gastados, de los que quienes han padecido de las consecuencias de la explotación del también llamado oro negro, no han visto ni un centavo.
Y son tantas las necesidades que tienen. Jéssica aporta unas cuantas. La primera, agua potable. La segunda, un servicio higiénico, porque ni ella ni sus padres ni sus cinco hermanos terminan de acostumbrarse a hacer sus necesidades al monte. Todos viven en una casita de madera y bases de ladrillo apenas construidas, a un extremo del pozo Shushufindi 50, esperanzados por una reubicación. Pero han sido tantos y tan diversos los ofrecimientos de una vivienda nueva con servicios básicos, que la joven evita hacerse ilusiones.
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